Al llegar la Edad Moderna, el consuetudinario deber de defensa y amparo de la aristocracia para con sus territorios alcanzó nuevas formas entre las que cabe destacar el patronazgo económico, sobre todo si ocupaban puestos relevantes en la Corte y/o la administración del Estado. Un caso paradigmático es el de esta Real Fábrica que surgió del poder político alcanzado por la saga de los Gálvez de Macharaviaya, los hermanos Matías (Virrey de Méjico), José (Ministro de Estado y marqués de La Sonora); Miguel (Embajador en Prusia y San Petersburgo); Antonio (Administrador de la Renta de Tabacos en Canarias); y Bernardo de Gálvez y Madrid (hijo de Matías, conde de Gálvez, Capitán General de Cuba y Virrey de México) quienes, con el impulso determinante del segundo, transformaron un pequeño pueblo de la Axarquía malagueña con 68 familias, en una población conocida por el apelativo de “El Pequeño Madrid”.

En las escasas cuatro décadas transcurridas entre 1776 y 1815, en una población carente de materia prima, fuentes de energía, medios de transporte y comunicación con Málaga, surgió una Fábrica de Estado donde el italiano Félix Solecio, con sus hijos y empleados -nacionales y transalpinos-, consumían anualmente 1,5 millones de reales de vellón del erario, y cuyos únicos beneficios fueron la Iglesia donde reposan los restos de la noble familia, tres fuentes públicas, un lavadero cubierto, un carniceria, el empedrado de las calles y el camino que finalmente la uniría con Málaga, además de su exención de milicias y de cargas impositivas.

La fábrica tuvo una maquinaria importada de Italia y contaba como horizonte económico con la gran demanda de naipes generada en el Nuevo Mundo, que al no ser cubierta por la imprenta privilegiada ubicada en Méjico generaba un contrabando que ni las más durísimas penas a los infractores conseguía frenar.

En principio las barajas se fabricaron en 4 calidades, aunque ni siquiera la mejor de ellas podía competir con sus similares europeas. Tampoco ayudaba a su venta el alto coste de fabricación, pues la política ilustrada de centralizar en Madrid las decisiones productivas de todo el reino ahogaba en prolijos informes y contrainformes el posible dinamismo interno de las instalaciones periféricas, aunque ciertamente algunas de ellas tampoco precisaban de muchos inconvenientes para desaparecer. Además, el altísimo coste de los cargos: subdelegados, jueces instructores, comisionados, interventores y revisores disparaba el precio final del producto, por lo que la idea primigenia de eliminar del mercado los más de 200.000 mazos de cartas que entraban de contrabando en México resultó pura utopía.

El número de trabajadores de la fábrica llegó a un máximo de 189 durante el año de 1779 aunque para 1802 tan sólo quedaban 150, ya todos ellos españoles pues los extranjeros habían desertado por miedo al inminente cierre de la factoría. Por lo que se refiere a calidad de las barajas malagueñas, ésta dependía tan sólo del papel utilizado pues la impresión de las imágenes no era en absoluto complicada. En principio el cartón era importado pero hacia la etapa final del periodo productivo ya funcionaron cuatro molinos propios, si bien con una escasa producción por lo que en un momento dado llegó a alcanzarse la cifra de 1.200.000 barajas pendientes de entrega. En contraposición, el año 1797 hubo de ralentizarse la producción por el excesivo número de mazos almacenados tanto en España como en las Indias, lo cual nos da una cabal idea de la desorganización productiva de la empresa. Y a pesar de que al final tan solo se producían las barajas de mejor aspecto -las llamadas “superfinas”-, su calidad era muy deficiente a lo que luego se agregaba la degradación del producto porque tanto el transporte como el almacenaje se efectuaban de una forma inadecuada lo que produjo quejas generalizadas llegadas “de todos los parajes de América”.

Pero el mayor de los inconvenientes provenía de su exorbitante precio de venta que las hacía prohibitivas, pues en la Habana se pretendían vender a cuatro reales cuando las mejores de contrabando se adquirían solamente por uno. Las medidas tomadas en 1781 y en 1792, con reducción del precio y aumento de calidad resultaron absolutamente fallidas, a pesar de las gravísimas penas que se dictaban contra los contrabandistas. En 1797 y 1798 se pregonó un permiso especial para venderlas en Andalucía, aunque la medida careció de virtualidad pues seguían siendo postergadas por la superior calidad e inferior precio de los naipes de contrabando.

Diversos informes en torno a 1790 afirman que México tenía abasto suficiente para 10 años y en Perú para 57 y mientras tanto en el puerto de Málaga esperaban ser embarcadas otros 4 millones de barajas. Y no se cuentan las que aguardaban su embarco en Cádiz, ni se cuantifica la inmensa cantidad de las que se pudrían en los almacenes de Cuba.

Autor: Siro Villas Tinoco

Bibliografía

GÁMEZ AMIÁN, A., La Real Fábrica de Naipes de Macharaviaya (Málaga) para el consumo de América (1776-1815), en “Moneda y Crédito” Revista de Economía, Número 187, Madrid 1988, pp. 137-156.

VV.AA., Los Gálvez de Macharaviaya,  Junta de Andalucía, Consejería de Cultura y Medio Ambiente. Asesoría Quinto Centenario. Benedito Editores, S.L., Málaga 1991. (Edición bilingüe Español-Inglés).