El decreto de 31 de marzo de 1492, conminando a la minoría judía a salir de los dominios hispánicos, supuso un hito fundamental en la erradicación de su inmemorial presencia en nuestro territorio. Sin embargo, los frecuentes retornos de proscritos que, ante las calamidades sufridas en la diáspora, se produjeron con posterioridad a la expulsión impelieron a los Reyes Católicos a insistir en la obligatoriedad del bautismo para quienes desearan regresar y, finalmente, por la pragmática de 5 de septiembre de 1499, a castigar con la pena capital a los que entraran en España intentando eludir tal exigencia. Ahora bien, no por esto los seguidores de la ley judaica se ausentaron por completo del suelo hispano, pues, aunque en muy reducido número, continuaron transitando por nuestro país. Conocidos como judíos de nación y profesión, provenían de diferentes zonas del mundo en las que el judaísmo se aceptaba jurídicamente: Berbería, Oriente, norte de Europa… En Andalucía, especialmente en sus núcleos litorales de más entidad, bastantes de estos judíos procedían de las costas norteafricanas (Tetuán, Orán…), algo lógico teniendo en cuenta la proximidad geográfica existente.

Pese a la pluralidad de situaciones en que aconteció la venida y estancia de estos judíos, podemos distinguir entre ellos dos categorías básicas: de un lado, la de aquellos que arribaron para cristianizarse o tras ser bautizados en otros lugares, al margen de la mayor o menor sinceridad de su propósito o conversión efectiva; de otro, la de los denominados judíos de permiso, quienes, amparados por licencias oficiales, se desplazaron hasta tierras hispanas por motivos diversos, sin que abjuraran por ello del hebraísmo, al menos en principio. La significación del primer grupo radica tanto en su representación numérica –más elevada que la de los judíos de permiso como en la singular circunstancia de que solamente sus miembros, en calidad de su condición de fieles cristianos, caían bajo la jurisdicción del Santo Oficio y, por ende, eran susceptibles de que los procesara la temible Inquisición. De hecho, no nos faltan ejemplos de judíos encausados por los tribunales inquisitoriales de Andalucía: en unos casos, se trataba de individuos que ya habían recibido las aguas bautismales en el momento de su enjuiciamiento y a los que se acusó de judaizar; otros, en cambio, fueron procesados justo cuando solicitaron el bautismo, acto en el que se detectaron irregularidades que levantaron las sospechas de los inquisidores, ante lo cual estos intervinieron de inmediato. De cualquier manera, resulta complicado establecer en qué medida la metamorfosis religiosa operada en estos hombres constituía un gesto simulado, necesario o de franca devoción hacia Jesús. Sin ignorar una variada casuística en la que las cuestiones del espíritu desde luego que tendrían cabida, el influjo de factores menos etéreos debió de ser decisivo en esas mudanzas en la fe. Un somero repaso a la trayectoria vital de estos judíos así parece corroborarlo, cuando comprobamos que a menudo modificaban sus convicciones, incluso más de una vez a lo largo de sus vidas, coincidiendo generalmente con sus cambios de residencia y dependiendo también de las confesiones religiosas aceptadas en las zonas a las que marchaban. Por consiguiente, su instalación en la vieja Sefarad hemos de vincularla a razones como la mejora o búsqueda de nuevos horizontes económicos, a las adversidades padecidas en sus núcleos de procedencia…, y no tanto a un verdadero pathos religioso.

Respecto a los judíos de permiso, dado que no pocos de ellos ocupaban puestos de relevancia en la administración de los Estados norteafricanos, sin olvidar su labor como traductores, gozaron de bastante experiencia en la gestión política, lo cual les llevó a participar habitualmente en misiones diplomáticas a España o a realizar tareas de espionaje. Junto a ellas, otros judíos recibieron la aprobación de la Corona para acometer jugosas empresas económico-mercantiles, a través de las cuales entablaron contacto con los hombres de negocios portugueses, sobre todo durante el valimiento del conde duque de Olivares, quien se mostró particularmente proclive hacia los de la raza por las expectativas que ofrecían a la alicaída economía española.

Por la región andaluza transitaron algunos de estos judíos eminentes, como Jacob Cansino, perteneciente a uno de los linajes mosaicos más brillantes que trabajó para la monarquía española desde Orán. En efecto, en los siglos xvi y xvii veremos a diferentes miembros de esta familia ejerciendo de intérpretes –oficio que monopolizaron y por el que rivalizaron con otra familia, los Zaportas–, actuando de informadores secretos de los reyes, combatiendo en las milicias hispanas, abasteciendo de granos a las plazas norteafricanas, o controlando las rentas reales que se cobraban en la zona. Concretamente, la figura de Jacob sobresale con lustre propio por haber intervenido en muchos de estos quehaceres, pero también por su estrecho trato con Olivares, cuya camaradería sin duda hubo de abrirle puertas. Esa primacía le procuró notable prestigio entre los suyos, ostentando, de hecho, un papel de liderazgo sobre la comunidad judía oranesa mediante el título de xeque de la judería con el que fue distinguido. Sobre sus viajes a España, sabemos por noticias dispersas que visitó el país en, al menos, tres o cuatro ocasiones, entre 1623 y 1656.

Otra familia judeo-oranesa digna de mención por su celebridad y relevancia dentro y fuera de las fronteras ibéricas fue la de los Zaportas, algunos de cuyos miembros pasaron asimismo por Andalucía. De manera similar a lo comentado con los Cansino, este segundo linaje gozó de particular notoriedad social, política y económica a través de las funciones que desempeñó en el norte de África –especialmente en Orán– y también por sus prestaciones a la corona española. No sabemos los motivos precisos que llevaron a Moisés Zaportas y otros correligionarios a desembarcar en el puerto malacitano hacia 1660. Solo nos queda constancia de que el entonces corregidor, Álvaro Queipo de Llano y Valdés, conde de Toreno, mandó prenderlos, y de que, transcurridos cerca de treinta meses, aquel grupo de judíos continuaba privado de libertad, a pesar de sus protestas. No obstante, el magistrado regio pidió permiso al comisario inquisitorial para que uno de los reos saliera puntualmente de su encarcelamiento a «buscar la comida y comerçiar». Probablemente, el conde de Toreno pretendía con ello descargar al erario público del coste derivado del sustento de aquellos infieles a los que mantenía apresados por orden del Consejo de Guerra, pero el comisario, como representante del celoso Tribunal, se opuso con firmeza al más mínimo contacto entre judíos y cristianos, aduciendo «el daño tan grande que se puede seguir a nuestra santa fe como a la religión en çiudad donde ay tantos portugueses». El pragmatismo político dictado desde el corregimiento colisionaba aquí con la inflexibilidad de la ortodoxia pregonada por el Santo Oficio, en un quebradizo juego de tensiones característico de la Modernidad hispana.

Experiencias de esta índole eran la cara amarga de un país de evidente atractivo económico, y no por ellas dejaban los judíos de apreciar sus lucrativas oportunidades. Seguramente, las expectativas de medra subyacieron en el deseo de Samuel y Salomón Zaportas de afincarse en España como cristianos, máxime por tratarse de una nación que les resultaba muy conocida, como consecuencia de los nexos trabados por sus parientes e incluso por ellos mismos. Samuel Zaportas, por ejemplo, antes de su instalación en España, contribuyó a la redención de cautivos cristianos malagueños a través de su correspondiente Diego del Pozo, clérigo subdiácono de la ciudad. Asimismo, tenemos testimonios de los tratos mercantiles de Samuel y Salomón con Málaga, donde compraron partidas de vino, aceite y pasa, muy posiblemente para abastecer la demanda oranesa.

Queda clara, por tanto, la significación económica que alcanzaron los judíos de permiso que visitaron Andalucía a lo largo de la Edad Moderna. Sin embargo –lo hemos visto también–, su estancia no estuvo exenta de problemas, sobre todo en los momentos de mayor intransigencia. El Santo Oficio, pese a carecer de jurisdicción sobre ellos, siempre estaba al acecho y solía poner objeciones a los salvoconductos emitidos, o les advertía que no «hablasen con nadie en materias de religión» mientras permanecieran en suelo hispano, so pena de ser castigados.

En realidad, las suspicacias que despertó la llegada relativamente constante de judíos resultaron habituales, pero de manera más intensa con relación a los judíos de permiso, que eran quienes descartaban de inicio la opción de la conversión. Tanto preocupaba el asunto que, a fines de 1649, se instó a los tribunales a que informaran sobre los problemas que, en sus respectivas circunscripciones, acarreaba la residencia de judíos en ellas y, más especialmente, en los puertos de mar. La respuesta del comisario de Málaga, cuyo puerto funcionó como activo punto de entrada y salida de estos hombres, no dejó lugar a dudas: señaló cuán perniciosa resultaba aquella presencia, aduciendo a través de varios acontecimientos pasados la vileza de una etnia que, por su odio a los cristianos, forjaba alianzas con el Islam y practicaba el espionaje en favor de las potencias enemigas de España. El delegado inquisitorial, incluso, consideraba a los hebreos más dañinos que los otros muchos herejes que acudían a la ciudad.

Con todo, el recelo que suscitaba el arribo de judíos no fue exclusivo de los círculos inquisitoriales ni de los elementos más conservadores del poder. Para el conjunto de la sociedad veterocristiana la existencia de hebreos en el país despertó similares sentimientos de desconfianza. Por supuesto, las reticencias aumentaban con los judíos de permiso, pues a su alteridad religiosa se unía la animosidad que provocaban por cuestiones político-económicas: la solidez de sus caudales, su cercanía a la corte y a la élite política… Incluso se les atribuyó multitud de actos sacrílegos e irreverentes, que alimentaron aún más el profuso acervo antisemita hispánico. Ni los grandes linajes hebraicos, pese a su nombradía, escaparon a esa visión despectiva: contra el propio Jacob Cansino hubo testificación en el Tribunal granadino, acusándosele de enseñar a judaizar a algunos conversos. Este era, además, uno de los principales temores de los cristianoviejos: la peligrosa comunicación entre judíos y judeoconversos, por los riesgos de contaminación herética a que se exponían los segundos. Precisamente, tal había sido el argumento esgrimido en 1492 para decretar la expulsión del colectivo judío de los dominios hispánicos. El devenir histórico hizo que más de siglo y medio después aquel discurso continuara vigente.

Autora: Lorena Roldán Paz

Bibliografía

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