Aprender latín en el siglo XVIII era vital para aquellos individuos que pretendían acceder a determinadas profesiones, hacer carrera en la Iglesia o formar parte del aparato administrativo de la monarquía. Además, esta lengua seguía siendo utilizada, de forma casi exclusiva, en las aulas universitarias. Las personas partidarias de cambiar esta realidad fueron aumentando según fue transcurriendo la décimo séptima centuria. En España cada vez más voces demandaban una mayor inclusión del castellano en los ámbitos más cultos, como es el caso de las universidades. Algunos de los ilustrados más célebres, Feijoo, Mayans, Forner, Capmany, Jovellanos…, apostaban por esta vía. Pero las instituciones, estancadas en la tradición, constantemente bloqueaban cualquier proyecto de reforma lingüística. Las personas más innovadoras tuvieron que esperar a tiempos mejores para que el castellano ocupara un lugar más preeminente, concretamente a principios del siglo XIX. Algunos de los primeros estatutos o proyectos impulsores fueron el Informe Quintana de 1813, el Proyecto de decreto de 1814 y el Reglamento general de instrucción pública de 1821.

En definitiva, el latín siguió siendo en el siglo XVIII una herramienta vehicular muy útil en la enseñanza media y superior. Esta circunstancia explica la demanda de educadores en esta materia. Las escuelas de gramática latina se multiplicaron por todo el territorio hispano. Esta disciplina se estudiaba en escuelas municipales, conventos, seminarios clericales, escuelas catedralicias… por medio de preceptores. Francisco Aguilar Piñal señaló que a mediados del setecientos había 4.000 preceptores de latinidad en España. Esta proliferación preocupaba tanto a las autoridades del momento, que propició un decreto para detener y regular dicha expansión. La inquietud mostrada en tiempos de Fernando VI no era novedosa ya que el decreto del 21 de junio de 1747 no hizo más que recordar la obligación de cumplir la pragmática del 10 de febrero de 1623. En este último precepto jurídico se prohibió el establecimiento de escuelas de gramática en ciudades o villas sin corregidor o tenencia alguna, así como en hospitales con niños expósitos. Igualmente se estableció una renta mínima, concretamente 300 ducados, para los colegios de gramática fundados por particulares. No fueron las únicas leyes que dieron directivas sobre este aspecto en el siglo XVIII. El decreto de 1783 volvió a insistir sobre la necesaria reducción de estas escuelas y cinco años más tarde una nueva norma trató de impedir que los niños expósitos pudieran estudiar esta materia. Estas medidas, ante todo, pretendieron no alterar el orden social. El objetivo principal fue no perder una mano de obra tan necesaria para la prosperidad del estado, especialmente en momentos de plena expansión agrícola.

La situación de enseñanza del latín en el reino de Granada no se diferenció demasiado de la general. Una vez analizadas 399 poblaciones de la provincia, tomando como fuente las Respuestas Generales del Catastro de Ensenada, solo veinticuatro de ellas contaron con preceptor de gramática a mediados del siglo XVIII. Esta cantidad supone un 6% del total de estos educadores. Un porcentaje tan escaso pudo ser una proporción muy común sí la comparamos con datos proporcionados por otras provincias españolas. Desafortunadamente no hay muchos estudios con los que podamos contrastar estos datos. En uno de ellos se analizaba la presencia de profesores de gramática latina en la provincia de Guadalajara. La investigadora Carmen Labrador concluyó que un 5% de las poblaciones de dicho territorio tenían preceptores de latinidad a mediados del siglo XVIII. Esta proporción no difiere mucho de aquella que se ha obtenido en el reino meridional. Otra de las características más claras de los profesores de latín en el reino de Granada fue su desigual concentración. Las localidades con mayor número de vecinos se encontraban en mejores condiciones que las menos pobladas. No resulta extraordinaria la mejor dotación, desde el punto de vista de los recursos humanos e infraestructuras, de las ciudades más pobladas, Granada y Málaga. Ocho preceptores había en la ciudad del Darro y siete en Málaga. La tercera ciudad más habitada del reino, Ronda, también contó con dos profesores de latín. Sin embargo, Loja y Almería tenían, cada una, un único preceptor. El condicionante que favoreció a los núcleos con mayor población parece diluirse al estudiarse el resto de las poblaciones con enseñante de gramática latina. Esta circunstancia sucedió, entre otros, en el caso de Alhama de Granada, que contaba con un preceptor mientras en Guadix y Baza, con mayor número de vecinos, no hay constancia de la presencia de este oficio.

Por otra parte, se observa un claro acaparamiento de estos docentes por parte de las ciudades y villas del territorio al catalogar las veinticuatro poblaciones con preceptores de latinidad según categoría administrativa. Únicamente una localidad de menor entidad contaba con este oficio. La situación del lugar de Puebla de don Fadrique fue singular. En definitiva, se puede decir que menos de la mitad de las diecisiete ciudades del reino tenían preceptor en esta etapa, como era el caso de Alhama de Granada, Almería, Granada, Loja, Málaga, Marbella, Ronda y Vélez-Málaga. El porcentaje va disminuyendo en el resto de las categorías administrativas, siendo en el caso de las villas apenas una de cada seis. Los núcleos de población de Alora, Benamargosa, Berja, Calahorra, Cantoria, Casares, Cuevas de Almanzora, Gaucín, Grazalema, Hueneja, Ilora, María, Ubrique, Vélez Rubio y Villaluenga del Rosario formaron el restringido grupo de villas con preceptor.

Algunos de estos preceptores se vieron obligados a ejercer otros oficios, generalmente para complementar sus ingresos. Los docentes de latinidad de Benamargosa y de Baza también eran maestros de primeras letras en sus localidades. Otros sujetos desempeñaban trabajos menos afines, ubicados en otras parcelas socioeconómicas, como es el caso de los preceptores de Berja y de Cantoria que se ocupaban del fielato de carnes y de la elaboración de velas respectivamente. El salario anual medio de los preceptores de este amplio territorio era de 952 reales de vellón. Los individuos con jornales más altos se encontraban en las ciudades de Granada y Málaga, obteniendo el sueldo más alto un catedrático de la Universidad granadina encargado de la enseñanza de esta materia. Al profesor universitario Diego Fernández se le asignaban 4.400 reales de remuneración anual. La mitad de esta cantidad era obtenida por dos preceptores malagueños, siendo el salario más alto percibido en esta ciudad. Estos tres preceptores, junto a los docentes de Marbella y Berja, eran los únicos individuos que superaron los 1.000 reales de sueldo anual. En el otro extremo con los sueldos más bajos se encontraban los preceptores de latinidad de Cantoria, Gaucín o Vélez-Málaga. El salario de cada uno de estos tres instructores apenas superaba los 200 reales. Los destinatarios de estos ínfimos jornales pudieron sobrevivir con muchas dificultades, más aún si tenían familiares a su cargo. En ocasiones estos emolumentos tan bajos eran complementados con otros estipendios monetarios (como el pago de una pequeña cantidad por los alumnos) o en especie.

En el siglo XVIII el reino de Granada estaba dividido administrativamente, al menos durante gran parte de la centuria, en veinte partidos. La mayoría de estas demarcaciones tenían uno o varios preceptores, concretamente doce partidos. No contaban con estos profesores algunos partidos del litoral oriental andaluz -Salobreña, Almuñecar y Motril-; de la zona meridional de Sierra Nevada -Alpujarra, Orgiva y Torvizcón- o aquellos que se encontraban relativamente cercanos a la capital de la provincia -Valle de Lecrín y Temple y Zafarraya-. Dicha carencia pudo deberse a la poca población de las localidades que componían estas demarcaciones, a su proximidad a núcleos urbanos de enorme entidad, a las dificultades de acceso, o a la alternativa contribución de otros agentes educativos, generalmente aportados por el clero.  Esta última circunstancia se percibe con más claridad en el caso de los núcleos de población costeros. Motril puede servir de prototipo al contar en su término con cuatro conventos. Uno de ellos estaba dirigido por frailes franciscanos, orden religiosa proclive a dedicar a alguno de sus hermanos a la docencia. Esta ciudad también se benefició de la labor educativa de los ocho jesuitas que formaban parte de su Colegio.

Esta relación de preceptores no debe ser definitiva sin contemplar otras contribuciones a la enseñanza del latín. No podemos obviar las decisivas y numerosas aportaciones de las instituciones eclesiásticas. La fuente consultada excluyó, intencionalmente debido a la naturaleza y finalidad del Catastro, a los clérigos; por lo tanto, no hacen referencia a algunos de ellos que enseñaban latín. No debemos olvidar que el Catastro de Ensenada, la principal fuente utilizada en este estudio tenía un fin fiscal. Parte del clero secular y regular se dedicaba a estas tareas de forma más o menos exclusiva. Las órdenes religiosas con mayor tradición en el ejercicio de la enseñanza fueron los jesuitas, agustinos, dominicos y franciscanos. Los jesuitas fueron una de las comunidades religiosas más activas, prestigiosas e innovadoras en este campo. Su sistema educativo fue incluido en la Ratio Studiorum. La gramática latina formaba parte de los estudios inferiores de las letras latinas, dividiéndose estas enseñanzas en tres niveles (elemental, medio y superior). Los alumnos que realizaban estos estudios completaban su formación estudiando retórica y humanidades. En definitiva, el estudio de las letras latinas suponía cinco cursos. Los colegios jesuitas siempre contaron con más partidarios que detractores, aunque en la décimo séptima centuria surgió una obra que hizo temblar los sólidos pilares de este sistema educativo. La obra Verdadero método de estudiar de Barbadiño, seudónimo del teólogo portugués Luis Antonio Verney, cuestionaba los fundamentos de la Ratio Studiorum. Este autor criticaba el método de enseñanza jesuita del latín en las cartas segunda y tercera de la obra aludida anteriormente. Verney argumentaba en contra del uso del texto del jesuita Manuel Álvarez, del excesivo tiempo empleado para la instrucción en esta disciplina, de la dificultad del aprendizaje de la gramática latina… así mismo, creyó más oportuno leer al Brocense,  a Scippio o a Vossio. Esta obra debió causar asombro y estupor en las instituciones educativas de la Compañía de Jesús. Este asunto seguramente no pasó desapercibido para el colectivo granadino, pudo afectar más directamente a los docentes que enseñaban latín. Como ha señalado J. Lozano, en 1767, el Colegio de San Pablo de Granada tenía cuatro maestros de humanidades y gramática, dos el malagueño de San Sebastián y uno el de Guadix.  En Motril también se impartían estas disciplinas, aunque por ahora se desconoce el número exacto de profesores dedicados a estas tareas.

Autor: Francisco Ramiro García

Bibliografía

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