En el siglo XVIII la enseñanza recaía en varios colectivos. Uno de los grupos de educadores más dinámicos, heterogéneos y relevantes eran los maestros de primeras letras. Su principal cometido era enseñar a leer, escribir, contar y  los fundamentos de la doctrina cristiana. Las dos primeras disciplinas se enseñaban por separado, ya que estos docentes iniciaban a sus alumnos en la escritura, siempre que dominaran, relativamente, la lectura. Esta cuestión suponía un mayor coste para las familias e impedía, en ocasiones, que muchos niños continuaran su instrucción, generalmente debido a las estrecheces económicas de sus progenitores. Aún no existía una red de escuelas públicas costeadas por la administración, habría que esperar a su implantación en la centuria posterior. La supervivencia de una escuela de primeras letras, instalada generalmente en el domicilio del maestro, dependía habitualmente de las aportaciones en moneda o especie de las familias, aunque también existían casos de escuelas costeadas con fondos de algún mecenas o de las arcas municipales. Las asociaciones gremiales de maestros trataban de mitigar estas penalidades, estableciendo planes benéfico-asistenciales para todos los asociados, aunque fueron muy pocos los núcleos de población que contaban con estas organizaciones. Una de las principales funciones de las hermandades de San Casiano fue controlar cuantitativa y cualitativamente a los educadores de la localidad para evitar la competencia desleal.  Este primer cometido pretendía cubrir la demanda de docentes en las parroquias o demarcaciones urbanas, al establecer un determinado número de maestros para cada una; eso sí, sin perjudicar a ningún asociado. Igualmente estas asociaciones actuaron con decisión para tratar de mejorar la formación de los docentes, al ser constantemente cuestionada su capacitación. Todo individuo que quería abrir una escuela en una determinada ciudad, era sometido a una batería de exámenes, elaborados por los miembros de la hermandad y, sí los superaba, se le concedía una titulación para ejercer en esa población dependiendo de los resultados y capacidad del aspirante. Estas asociaciones gremiales únicamente surgieron en los núcleos de población más habitados. En el Reino de Granada había exclusivamente dos congregaciones en el siglo XVIII, instaladas ambas en Granada y Málaga.

Los maestros empleaban el método memorístico para enseñar a leer; es decir, la incesante repetición y retención de las letras del abecedario y sus diversas combinaciones hasta llegar a descifrar y comprender textos más o menos complejos. Los niños, pues resultó excepcional la instrucción femenina durante la Edad Moderna, adquirían esta destreza con ayuda de cartillas, catones, catecismos y otros textos. Algunos impresos empleados para aprender a leer en las escuelas, como es el caso de novelas, comedias, literatura de cordel, etc., inquietaban a los diversos gobiernos ilustrados. Los estadistas  trataban de acabar con estas prácticas, prohibiendo el uso  de estos impresos. Las continuas referencias legislativas durante esta centuria dan fe de que esta costumbre no llegó a erradicarse por completo. Por otro lado, la escritura se aprendía con la incesante copia de muestras caligráficas. Esta metodología fue fuertemente cuestionada en el último tercio del siglo. El debate entre calígrafos e innovadores fue muy enconado. El nuevo movimiento pedagógico contaba con el apoyo incondicional de la monarquía, que permitió y fue partícipe de sus buenos resultados. Sus principales artífices fueron José de Anduaga y Juan Rubio. No existe constancia de la propagación de sus nuevos fundamentos pedagógicos por el sur peninsular, ya que en la décimo séptima centuria su influencia apenas sobrepasó el territorio de la villa y corte. Igualmente las órdenes religiosas más implicadas en la enseñanza, jesuitas, franciscanos y dominicos, contaron como un valioso referente en el siglo XVIII. Las escuelas pías aplicaron un efectivo y novedoso método de lectura y escritura basado en la capacidad y conocimientos de los alumnos más que en su edad. Aún así, el método uniforme del escolapio Felipe Scio tardó en implantarse en el Reino de Granada, debido en  parte a la tardía instalación de esta orden, que no se estableció en esta región hasta el siglo siguiente.

Las Respuestas generales del Catastro de Ensenada, consultadas en el Archivo Histórico Provincial de Granada y por vía digital a través del Archivo General de Simancas, permiten conocer la menor o mayor presencia de maestros de primeras letras en el Reino de Granada. El análisis pormenorizado de cinco de las cuarenta preguntas de este Interrogatorio, concretamente la 21, 25, 32, 33 y 39, aclara cuestiones claves para este tema. Uno de los aspectos más controvertidos de las referencias educativas de este cuestionario fue la consideración social de este oficio. Los escribanos de las distintas poblaciones incluían a los educadores en uno u otro apartado dependiendo de su reconocimiento social, bien entre los oficios liberales (respuesta 32) o entre las ocupaciones artesanales o “mecánicas” (respuesta 33). Al examinar las referidas a los núcleos de población del Reino de Granada  se han contabilizado 159 maestros de primeras letras en tan vasta provincia a mediados del siglo XVIII. El reparto entre las distintas localidades no es nada equitativo al distribuirse esta cifra en un centenar de núcleos de población. Dos tercios de las localidades del Reino de Granada, que estaba constituido por un total de 399 poblaciones, no contaban con maestros. Esta eventualidad debe ser relativizada pues estos docentes, en ocasiones, no eran los únicos agentes educativos que se dedicaban a la instrucción básica. La enseñanza de la lectura y escritura podía recaer en abnegados párrocos, obstinados monjes, sacristanes voluntariosos…etc. Muchos miembros de la Iglesia cubrían las necesidades o déficits educativos de algunas zonas, como era el caso de Motril. Esta ciudad no tenía maestro de primeras letras, sin embargo poseía en su término cuatro conventos. Uno de ellos estaba ocupado por padres franciscanos, orden religiosa que solía dedicar a algunos de sus miembros a la instrucción elemental de sus feligreses. Este asunto resulta aún más evidente en las localidades más pobladas.

Las poblaciones con mayor número de maestros eran Granada (24), Málaga (14) y Alhama de Granada (6). Al observar estas tres ciudades sorprende el número de docentes que tenía Alhama que supera notablemente a otras ciudades con mayor población. Resulta especialmente singular la comparación con la ciudad de Loja, con el doble de vecinos que Alhama, que tenía únicamente un maestro trabajando en su jurisdicción. En una posición intermedia encontramos tres ciudades con tres maestros (Ronda, Almería y Vélez Málaga) y doce poblaciones con dos (Coín, Baza, Grazalema, Cuevas de Almanzora, Estepona, Huéscar, Ubrique, Almuñécar, Santa Fe, Mecina Bombarón, Cortes de la Frontera y Alhendín). En este último listado se advierten ciertas peculiaridades, como ocurría en el caso de Almuñécar, que tenía mayor número de maestros que la ciudad de Guadix, que entonces contaba con el doble de vecinos que la villa sexitana, o el caso del lugar de Mecina Bombaron que poseía dos docentes, mientras Vélez Rubio, con el triple de vecinos, contaba con uno. Vélez Rubio, Guadix y Loja formaban parte de un numeroso grupo de núcleos de población con un único maestro de primeras letras, formado por 82 poblaciones. Por lo tanto, podemos concluir que la cantidad de vecinos de una localidad, siendo importante, no era el único factor determinante a la hora de contar con un mayor número de maestros.

A mediados del siglo XVIII las poblaciones se clasificaban en tres categorías administrativas: ciudades, villas y lugares. ¿Pudo condicionar esta tipología a la mayor o menor dotación de educadores? La fuente consultada indica que ocho de cada diez maestros ejercían en ciudades y villas del Reino de Granada. La mayoría de las quince ciudades con que contaba el Reino granadino tenía más de un docente que impartía sus enseñanzas en ella, solo cinco contaban con un único maestro. La situación fue más preocupante en las villas, dónde encontramos dos situaciones: siete de ellas tenían dos maestros mientras 53 poseían solo uno. El resto de docentes, dos de cada diez, trabajaban en lugares o pueblos. Por lo tanto, la carencia de este oficio resulta aún mayor en los pueblos que en las ciudades y villas. Solamente contaban con un educador 24 de los 202 lugares que integraban el Reino de Granada. Los núcleos rurales estaban más perjudicados. Por lo tanto, observamos que, habitualmente, la categoría administrativa de las poblaciones influía decisivamente en la frecuencia de personal educador, salvo en contadas excepciones.

Igualmente, el Catastro nos va a ser de gran utilidad para analizar el reconocimiento social de este oficio, como complemento de los datos que hasta ahora hemos recogido. Dos indicadores pueden orientarnos en este asunto: las fórmulas de respeto y el jornal. Acompañar el nombre de un sujeto con un don delante suponía un notable reconocimiento a través de la palabra. Este término solía ser indicio de respeto y era adoptado en los distintos escritos por el estamento nobiliario, la jerarquía eclesiástica y algunos miembros de profesiones liberales. Esta situación no puede extenderse a todos los docentes, pues muy pocos eran tratados con esta fórmula, concretamente sólo 16 educadores de primeras letras en las poblaciones del Reino de Granada. Esta circunstancia reafirma el poco reconocimiento social del oficio de maestro. Respecto al salario de este colectivo, se perciben situaciones bastantes dispares. Cuatro de cada diez maestros obtenían menos de 500 reales de salario anual, que pueden ser considerados unos ingresos bajos para cualquier familia. Los educadores que menos percibían, pudiendo no ser sus únicos ingresos pues a veces se complementaban con retribuciones en especie, tenían escuela en las villas de Colmenar, Benaocaz, Canillas de Albaida y en los lugares de Cartajima, Zagra, Nigüelas y Atajate. En esta franja se encontraban los educadores más desfavorecidos, obligados a dedicarse a otra actividad para sostener a sus familias. Aunque pudiera parecer que los jornales peores estaban fuera de las grandes urbes del Setecientos, nos encontramos con dos maestros de la ciudad de Granada que perciben cada uno 220 reales. Esta circunstancia se repite en otras ciudades, es el caso de uno de los dos maestros de Almuñécar, los tres de Vélez-Málaga y el de Purchena. En una posición antagónica se sitúan aquellos que percibían más de 1000 reales al año, incluyéndose en este intervalo cuatro de cada diez maestros. Este segmento salarial permitía una vida algo más acomodada que la que tenían los docentes del nivel anterior. Los sueldos más altos eran acaparados por la mayoría de los educadores que ejercían en la ciudad de Granada, sin significar que esta situación fuera exclusiva de las grandes ciudades. La diversidad caracteriza a los sujetos agrupados en este intervalo, valga como ejemplo la situación de las villas de Benamargosa y Alhendín que tenían maestros con sueldos más altos que los de Málaga, Coín, Vélez- Málaga, Baza, Guadix, etc. Abandonando los extremos se establece un nivel intermedio de jornal, que oscila de los 500 a los 1000 reales, donde se encuentran dos de cada diez maestros. En esta categoría se sitúan los educadores de Guadix, Casares, Marbella, El Padul, etc. La mayoría, el 80%, se ubica en el límite inferior del intervalo. El sueldo más extendido en esta franja fue 550 reales.

Algunos educadores, ante el salario tan bajo que percibían, se dedicaban también a otros oficios. Esta segunda o tercera profesión significaba un complemento necesario. Se han descubierto 23 maestros de primeras letras de la antigua provincia de Granada con otro oficio. Muchos de ellos eran escribanos o sacristanes, siendo ambas ocupaciones las más practicadas por los maestros. En el primer caso se debe a la supuesta pericia de los maestros para escribir y leer documentos notariales, capacidad suficiente para dar fe de ciertos actos sociales en las escrituras y llevar a cabo otras actividades relacionadas con el oficio. En algunas localidades pequeñas se recurría al maestro para realizar estas funciones pues era el único sujeto que sabía leer y escribir convenientemente. También se dedicaron a labores religiosas, asistiendo como sacristanes a los presbíteros, como es el caso de cuatro individuos. Los maestros más habilidosos y preparados también enseñaban latín. Las fuentes señalan a dos individuos que trabajaban como preceptores de gramática. En menor medida se dedicaban a tocar diversos instrumentos como organistas, bajonistas…; a regentar barberías; a tejer lienzos; a trabajar la madera, etc. Aunque no se menciona la ocupación de estos sujetos a las labores agrícolas, omitido por las fuentes conscientemente al ser una tarea habitual y cotidiana de muchos individuos, seguramente muchos de estos maestros se dedicaban a estos menesteres.

En definitiva, el mapa escolar del Reino se caracterizó por un reparto muy dispar de los maestros de primeras letras. Hay áreas con gran concentración de educadores, como ocurría en los partidos de Ronda o Baza, mientras que otras presentaban enormes carencias educativas, como ocurría en los partidos de las Alpujarras, Órgiva y Torvizcón. La existencia o no de maestros podía depender de múltiples factores: evolución histórica del territorio, presencia de fundaciones pías o mecenas solidarios, menor o mayor concienciación de los concejos municipales, dificultades de acceso por falta de vías de comunicación, nivel socio-económico de las familias, etc. Igualmente se observa un porcentaje alto de maestros en condiciones deplorables para ejercer su magisterio, no sólo en cuanto a los ingresos económicos que percibían, sino también por carencia de material adecuado; por clases excesivamente numerosas; por los habituales retrasos en la percepción de sus salarios debido a la economía de subsistencia de la gran mayoría de la población, etc.

Autor: Francisco Ramiro García

Bibliografía

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