En la sociedad pluri-jurisdiccional del Antiguo Régimen –también denominada sociedad del privilegio- , la defensa de la desigualdad legal concebía la existencia de diferentes justicias y fueros en función del grupo al que se perteneciese. Porque el individuo, inexistente salvo en su pertenencia al colectivo que le otorgaba identidad, se formaba y se entendía sólo en cuanto al grupo o estamento que -digámoslo así- le cobijaba. Entre las diferentes Justicias en activo existentes en la España Moderna, se encontraba la que competía a la Iglesia católica.

Su manifestación abarcaba espacios y jurisdicciones diversas pues, si bien la institución teóricamente era una, no así sus competencias y ámbitos de acción. Dejamos de lado la institución Inquisitorial, con maquinaria, estructura y funcionalidad propias, y nos adentramos en la “otra” presencia eclesiástica: la dependiente del obispo, verdadero príncipe de la Iglesia cuya autoridad había sido reafirmada en el concilio de Trento (Ss. XXV) y de quien dependían también, en parte, las actuaciones de los superiores y autoridades conventuales. En efecto, si bien la jurisdicción regular podía ser, en ciertos sentidos autónoma, dependiendo de sus provinciales, abades o prelados de sus respectivas órdenes, cada vez en mayor medida, las Constituciones Sinodales (asambleas que mayoritariamente siguieron a la realización del Tridentino) transmitirían a los “alter ego” de los obispos –los Provisores- la obligación de actuar contra los regulares extra-claustrales. Frente a los capítulos catedralicios (y pese a los pleitos) se reforzaba el papel del obispo; con mayor dificultad frente a la Iglesia regular.    

El avance de la Modernidad vería afianzarse el intento de la denominada Jurisdicción ordinaria (episcopal) sobre las casas conventuales femeninas, coexistiendo con la dependencia de muchas de ellas de sus superiores conventuales masculinos. En efecto, en la Andalucía Moderna, la mayoría de las de nueva fundación (básicamente desde fines del XVII) competían al ordinario de la diócesis, siendo por ello inspeccionadas (visitadas) por delegados del obispo/arzobispo: visitadores generales del arzobispado, o visitadores de monjas, figuras claves e imprescindibles del aparato judicial/jurisdiccional de la iglesia diocesana, encargados del control y funcionamiento material y moral de los espacios diocesanos y de sus centros, iglesias, templos, ermitas, hospitales y de un número cada vez mayor de conventos femeninos; una intervención que las religiosas –según qué casos- agradecerían pues escapaban a los abusos de los regulares masculinos de sus órdenes; en el XVII, sin embargo, la intromisión exitosa de las autoridades dependientes del obispo marcarían un antes y un después en las reformas conventuales: la vida común –frente a la particular- sería objetivo marcado por la jurisdicción episcopal, siguiendo en ello los postulados de Trento.

Ahora bien ¿qué competencias caían de lleno en las actuaciones del obispo? Distingamos. En relación con las materias juzgadas, los capítulos sobre la Reforma de las sesiones VI, VII, XIII, XIV, XXIII, XXIV y XXV del Concilio de Trento habían dejado establecida la capacidad de los tribunales. En tanto las materias referentes al dogma pertenecían a la competencia de los del Santo Oficio, las propias de la disciplina –tocantes a la moral o las costumbres- corresponderían a las acciones de la justicia ordinaria diocesana; con excepciones: los denominados delitos atroces o enormes: homosexualidad, delitos contra natura y solicitaciones en el confesonario (solicitatio ad turpia).     

Delitos de costumbres. El concepto “costumbres” constituía una expresión de contenido y significación amplísima, razón por la cual podríamos encontrar conflictos de competencias. Las denominadas costumbres, la moral católica, cuya salvaguarda se hallaba encaminada a la salvación de las almas, en su proyección “activa” (referente a las obras, que no a las creencias) afectaban, teóricamente, a la vida en general, con planteamientos y tratamientos morales y jurídicos. En la realidad cotidiana, sin embargo,  la justicia diocesana se reducía (y no era poco) a los clérigos seculares y a los laicos; estos últimos –sobre todo- en lo relacionado a asuntos tocantes a la moral sexual y esta, obviamente y más tras el Concilio, identificada –en términos de licitud- con la moral conyugal. Dado que las relaciones carnales se constreñían desde siempre al matrimonio (ratificado como sacramento), las materias de sexualidad por lógica se circunscribían al espacio matrimonial, en todos sus períodos y tiempos. Así, los tribunales episcopales entendían de relaciones prematrimoniales, de delitos como el estupro, de pleitos como las demandas por incumplimiento de palabra de matrimonio (en competencias entendidas, también, de fuero mixto), de relaciones entre amancebados o de adulterio. A su vez, como tribunal al que competía, en exclusividad el matrimonio en tanto sacramento (que no sólo institución), cualquier acción que afectara a su continuidad, indisolubilidad y a la obligatoriedad de la vida maridable: desde el abandono, la separación (divorcio), los malos tratos (sevicia) o las pretensiones de nulidad eclesiástica. El matrimonio, pues, y las relaciones afectivas y sexuales que ocurriesen extraconyugalmente le pertenecían: contra estas últimas irían dirigidas sus acciones de control y disciplinamiento.   

El cumplimiento de los mandamientos (Ley de Dios y de la Iglesia) incumbía en sus acciones externas a la justicia diocesana; de ahí que el seguimiento del precepto (dominical y pascual) le correspondiese, como la santificación de las fiestas; de ahí, por tanto, que los omisos pudieran ser juzgados, caso de reincidencia y pertinacia, por sus tribunales.

Juzgados, sentenciados, absueltos o condenados. Como correspondía a las acciones y competencias del tribunal episcopal, y asimismo en clara manifestación de la desigualdad legal que estos fueros representaban, las condenas e incluso las “carcelerías” podrían ser diferentes. “Cárceles de corona” para los clérigos, la ciudad y sus arrabales por cárcel para los hidalgos, personajes conocidos o eclesiásticos de cierto estatus; cárceles públicas, cárcel de Recogidas y destierro para las prostitutas; cuartos separados en ciertos conventos para las mujeres de conducta “desarreglada”; cárceles episcopales, en fin. Y una justicia que hoy consideraríamos arbitraria y que aplicaba castigos diferentes ante delitos/pecados semejantes; incluso hacia delincuentes/pecadores de parecida condición social ¿La razón?: la impresión causada por el reo/a ante tribunales que habrían de buscar castigar, corregir pero, en cierto modo, también “rehabilitar” como huir del escándalo, sobre todo en lo concerniente a las conductas sexualmente “desarregladas” que afectasen a casados. Y a su vez, evitar desgracias mayores: entendidas estas en su significación material, social y espiritual.       

Por último, en los tribunales episcopales se contemplaban los de primera instancia (diocesanos), segunda (metropolitanos) y de apelación (en España, Tribunal de la Nunciatura, desde 1537, transformado, desde 1771, en el Tribunal de la Rota). En Andalucía, se respetaron los criterios de división antiguos, con dos grandes provincias eclesiásticas (Sevilla y Granada, sedes metropolitanas), en tanto que Córdoba y Jaén continuaban en la circunscripción toledana. En cada una de ellas se ejercía su jurisdicción a través de la titulada Curia diocesana de Justicia, cuya manifestación real (según recoge el ejercicio de sus tribunales) se representaba en el Provisor general o Vicario General (en las labores de jurisdicción, control y ejecución) y el Fiscal General, cargos elegidos libremente por el obispo/arzobispo entre los clérigos ordenados in sacris.

La maquinaria eclesiástica se completaba con notarios, procuradores, alguaciles y alcaldes, en la capital. Fuera de ella, las redes de conocimiento y control contaban con Visitadores generales y de monjas, vicarios foráneos, notarios de las vicarías y alguaciles eclesiásticos de los lugares. Todos ellos, unidos, a las formas de información “piramidal” procedentes de curas, tenientes, vicarios y, no olvidemos, vecinos, por el consabido y recordado deber de delación, convertían a la justicia diocesana en una institución eficaz.

Autora: María Luisa Candau Chacón

Bibliografía

TOMÁS Y VALIENTE, Francisco, El derecho penal de la Monarquía absoluta. (siglos XVI al XVIII). Madrid, 1969.

ALONSO ROMERO, Mª P., El proceso penal en Castilla (siglos XIII-XVIII). Salamanca, 1982.

DE LAS HERAS SANTOS, J.L., La justicia penal de los Austrias en la Corona de Castilla, Salamanca, Ed. Universidad de Salamanca, 1ª ed. 1991.

BENLLOCH POVEDA, A., “Jurisdicción eclesiástica en la Edad Moderna”, en MARTÍNEZ RUIZ, Enrique y PAZZIS PI, María (Coords.)., Instituciones de la España Moderna. Las jurisdicciones I, Madrid, Actas Editorial, 1996.