Era hijo de Bernardino de Torres y Portugal e Inés Manrique y su linaje entroncaba con el señorío y casa de Torres y la nobleza portuguesa. Casó en segundas nupcias con María Carrillo de Córdoba, hija de Diego Fernández de Córdoba (el Doncel) e Isabel Cabeza de Vaca.  Antes de su paso a Indias, ejerció importantes cargos en España que le permitieron adquirir conocimiento y experiencia para desempeñarse luego como virrey de Perú. Estrechamente vinculado a Jaén, fue alférez mayor de la ciudad, cargo honorífico por designación real y que tuvo de manera perpetua. En la década de 1560 ejerció como corregidor del Principado de Asturias y de Salamanca. En 1576 recibió el título de Conde del Villar. Su primera gran promoción la obtuvo en agosto de 1578 cuando fue nombrado asistente de Sevilla donde se mantuvo hasta 1583.

El cargo de asistente era el más importante y el de mayor responsabilidad del gobierno político de la ciudad. Representante del poder central y cabeza de la corporación municipal, reunía en su persona amplias funciones militares, civiles, legislativas e, incluso, judiciales. Gracias a la Relación de las cosas que el conde del Villar, asistente que fue de Sevilla, sirvió a su Majestad, escrita por él mismo, es posible conocer con detalle la labor realizada durante esos años. De ella se desprende su preocupación por las cuestiones hacendísticas y el deseo de incrementar los fondos de las arcas reales. Durante la guerra con Portugal, su actuación fue relevante. Alojó en Sevilla a soldados con cargo a su propio dinero; asistió a los enfermos y heridos que pasaban por la ciudad y formó tres compañías de jinetes e infantes de la región. Buena parte de su quehacer político se orientó a solucionar problemas internos como un levantamiento de moriscos (1580), las epidemias, concretamente la peste (1581) o la explosión de un molino de pólvora en el barrio de Triana. Los aspectos más conflictivos de su gestión estuvieron marcados por los enfrentamientos con la Inquisición y la Audiencia sevillana. En ningún momento dudó en denunciar la escasa ayuda de ésta y las continuas intromisiones de que era objeto. En su conjunto, fueron años de intenso aprendizaje que le marcaron para afrontar los problemas que hubo de resolver al frente del virreinato peruano.

Mediante Real Cédula de 31 de marzo de 1584 Felipe II le nombró virrey del Perú para suceder a Martín Enríquez de Almansa. Viajó acompañado de un nutrido séquito en el que se incluían su hijo Jerónimo de Torres y Portugal, su sobrino Diego de Portugal, su nieto Fernando de Torres y Portugal y su cuñado Hernán Carrillo de Córdoba. Por razones de salud, no le acompañó su esposa. Hizo su entrada en Lima el 21 de noviembre de 1585, portando unas instrucciones de gobierno mediante las cuales la Corona le instaba a la conservación, adoctrinamiento y buen trato del indígena, el impulso de nuevos descubrimientos y poblaciones, el desarrollo de la minería y el fomento de la Real Hacienda. A pesar de su delicado estado de salud, se mostró activo y celoso de su cometido hasta el punto que, apenas cumplido un año de gestión, remitió al monarca una circunstanciada exposición de la situación del virreinato y de las medidas puestas en marcha. Refiere el penoso estado de los trabajadores indios en Potosí y la carestía de la vida en aquel mineral, que le movió a realizar una visita y reconocimiento del Cerro; reitera las críticas que despertaba la actuación abusiva de los corregidores, así como las pretensiones de las audiencias de Quito y Charcas de gobernar en ausencia de los virreyes.

La problemática minera le llevó a interesarse principalmente por Potosí y Huancavelica, atendiendo dos frentes: la protección del indígena y el aumento de la producción metálica. Aunque hacer compatibles ambos aspectos era muy difícil, el conde del Villar se esforzó en lograr las mejores condiciones laborales para el indio y presumió de incrementar las rentas reales. Lo cierto es que durante su gobierno se consolidó el régimen mitayo (captación coercitiva de mano de obra para las minas) con el inevitable recrudecimiento de las quejas ante tal sistema. De nada sirvieron algunas disposiciones encaminadas a preservar la integridad indígena y atajar los abusos cometidos. El minero Luis Capoche le dedicó en 1585 la Relación de la villa imperial de Potosí, un puntual retrato de la situación del Cerro con llamadas a la mejora de los problemas detectados. En Huancavelica su actuación se centró preferentemente en el aumento de la producción de azogue, un ingrediente básico para la obtención de la plata tras la difusión del método de beneficio por amalgama. Con tal objetivo, realizó un nuevo asiento con los azogueros (1586), según el cual éstos se comprometían durante tres años a entregar a la Corona 7.500 quintales cada campaña a razón de 37 pesos el quintal; redujo la cuota de indios a 3.000 y aumentó su jornal en medio real. Además, persiguió los fraudes que se cometían contra la Real Hacienda. La producción de plata aumentó durante su gobierno, gracias a la mita y a la revolución técnica que supuso la implantación del método de amalgamación. Según el contador López de Caravantes, el conde del Villar pudo remitir a España en cuatro armadas alrededor de cinco millones de pesos, cifra importante para sostener los gastos de la Armada Invencible y la guerra de Flandes.

Otro frente de su gobierno fue la defensa del virreinato ante las incursiones extranjeras capitaneadas por Cavendish desde 1587 y en ello demostró una gran capacidad defensivo-militar. Lo exiguo del potencial naval disponible le llevó a transformar los barcos mercantes en navíos de guerra, construir otros nuevos y aumentar la disponibilidad de armamento. En 1589 disponía ya de una flota de cinco navíos, una fragata y dos galeras, capitaneadas por su hijo Jerónimo de Torres y Portugal. Aún así, no pudo evitar el ataque corsario a Arica y el incendio de Paita. Envió socorros a Panamá, Buenos Aires y Chile para frenar el avance enemigo, con un elevado costo para las arcas virreinales.

Todo ello se vio agravado con la propagación de epidemias (viruela, sarampión, peste) entre 1585 y 1589. La mortalidad fue elevada y siempre estuvo presto a arbitrar medidas paliativas, que lograron mitigar su impacto. No fue la única catástrofe que hubo de solventar. El 9 de julio de 1586 un terremoto sacudió la costa peruana y a punto estuvo de morir al derrumbarse el edificio en el que se encontraba cuando visitaba El Callao.

Sus relaciones con el cabildo de Lima fueron conflictivas desde que en 1586 suprimió las dos alcaldías y nombró en su lugar a un corregidor. La medida trataba de poner fin a las continuas disensiones que ocasionaba su elección dentro de la institución municipal. Sin embrago, el cabildo la consideró como una injerencia inadmisible y protestó al monarca en reiteradas ocasiones. Finalmente, las quejas fueron oídas y en 1589 se volvió a la situación anterior. También fueron tensas sus relaciones con la Iglesia y la Inquisición. Vio con recelo la pretensión del arzobispo de Lima, fray Toribio de Mogrovejo, de intervenir en asuntos de la administración que pudieran afectar a la Iglesia recurriendo, si era preciso, a la excomunión. Impotente ante el arzobispo, el virrey se limitó a extender sus quejas al rey al tiempo que demanda respuestas.

Sus desavenencias con la Inquisición se remontaban a su etapa sevillana y en Lima no cesaron. A las pretensiones inquisitoriales de intervenir en todos los asuntos, socavando la autoridad virreinal, respondió el Conde del Villar aireando los excesos de aquel Tribunal y enfrentándose directamente a varios inquisidores. La inmoral conducta de su hijo y sobrino, motivo de quejas y escándalos, no contribuyó en nada a mejorar aquellas relaciones.

A principios de 1590 fue relevado como virrey para ser sustituido más tarde por García Hurtado de Mendoza. Regresó a España en 1592 y murió en Jaén en octubre de ese mismo año. En el juicio de residencia, realizado en 1593, constan 108 cargos contra él de los que, por haber fallecido ya, no pudo defenderse. Se desconoce, asimismo, cuál fue el alcance de la sentencia. Vargas Ugarte lo retrató como un hombre fiel, discreto y bueno, añadiendo que no sobresalió por sus dotes, aunque ni las circunstancias, ni el tiempo le permitieron realizar obra señalada. Para Lewis Hanke no pasó de ser una persona arbitraria y autoritaria. Opinión diferente mantienen sus paisanos jiennenses. Pedro Ordóñez de Ceballos le dedica páginas de auténtica veneración; el deán Mazas, por su parte, zanja su gobierno como merecedor de grandes títulos de honor y ejemplos de virtudes políticas y militares.

Autor: Miguel Molina Martínez

Bibliografía

MOLINA MARTINEZ, Miguel, “Los Torres y Portugal. Del señorío de Jaén al virreinato peruano”, en II Jornadas de Andalucía y América, Sevilla, 1984, t. II, pp. 35-66.

MOLINA MARTINEZ, Miguel, Jaén y el mundo hispanoamericano, Jaén, Diputación Provincial de Jaén, 1987.

HANKE, Lewis, Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la Casa de Austria, Perú I, Madrid, BAE, 1978, pp. 188-203.

TORRES Y PORTUGAL, Fernando, “Memoria gubernativa del Conde de Villardompardo [1592]”, en HANKE, Lewis, Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la Casa de Austria, Perú I, Madrid, BAE, 1978, pp. 203-250.

ESCANDELL Y BONET, Bartolomé, “Aportación al estudio del gobierno del Conde del Villar”, en Revista de Indias, 39, 1950, pp. 69-95.

2018-02-01T14:27:15+00:00

Título: El Conde del Villar, Fernando de Torres y Portugal. Fuente: Felipe Huaman Poma de Ayala, Buena crónica y buen gobierno (1615). Fuente: http://www.kb.dk/permalink/2006/poma/466/es/image/?open=idp584352