En el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, El Puerto de Santa María era una emprendedora villa mercantil en poder de la Casa Ducal de Medinaceli, con título de condado, que se encuentra inmersa en un claro proceso expansivo de crecimiento económico y diversificación productiva. Volcada al mar, su principal actividad económica era la pesca, el negocio de la sal, la venta del vino de la comarca jerezana y el tráfico marítimo especialmente con Berbería. Por sus calles deambulaba gente de la más dispar procedencia, la mayoría descendiente de los antiguos pobladores, no solo castellanos de diferente origen sino también de los distintos reinos de la corona de Aragón y de muchas «naciones» europeas —fundamentalmente genoveses, venecianos, flamencos, bretones, ingleses, franceses y portugueses—. Junto a esa heterogénea población autóctona, otra gente de aquí y de allá recalaba en este puerto de la margen derecha del Guadalete, principalmente comerciantes y marineros. Dentro y fuera de la urbe convergían gentes de todo tipo de condición social, de distinta raza —por la presencia de esclavos negros— y religión, conviviendo en diferentes barrios tanto cristianos como mudéjares o judeoconversos. Una urbe cada vez más ensanchada, distribuyéndose sus calles longitudinalmente en plano hipodámico, a modo de tablero de ajedrez, que —con algunas inflexiones— partía desde el centro neurálgico de la villa donde se ubica el castillo-santuario de San Marcos y la plaza, y que toma por base el curso del Guadalete o la arteria principal que viene a ser la ya entonces denominada calle Larga. Con todo este bullir de gente, la villa condal portuense conoció durante esas últimas décadas del siglo XV una de sus etapas históricas más esplendorosas y de mayor pujanza económica. Este territorio y esta gente —con el favor del duque de Medinaceli, su conde— encontraron el modo de ser productivo de la única manera que podía hacerlo, es decir, cara al mar. El conde debió darse perfecta cuenta de que aquel denominado Gran Puerto, para serlo de veras, debía desarrollar su propia flota construyendo modernas embarcaciones; debía adaptarse a los nuevos negocios e implicarse en los grandes circuitos comerciales del momento aprovechando su situación envidiable; debía también potenciarse la importancia de su muelle, con almacenes y depósitos de mercancías; y había que favorecer a dos sectores productivos como el marinero —patrones, pilotos, marinos,…— y el mercantil —de los comerciantes o mercaderes locales y de los agentes y factores extranjeros que allí operaban o podían operar—, pues ambos grupos proporcionalmente representaban un contingente muy superior al del resto de la población portuense. De este modo, aquel rincón de la bahía gaditana pudo convertirse entonces en un foco de singular importancia en el desarrollo de las actividades marítimas y en uno de los puertos más importantes del litoral andaluz, el «puerto por antonomasia» en el decir del cura de los Palacios Andrés Bernáldez, pues queda claro que aquel seguro puerto fluvial de galeras, situado al abrigo de la bahía gaditana, aparte de ser un centro pujante de pesquerías, ejercía un importante papel como invernadero de flotas y surgidero naval.

Mucho de ese esplendor y de la sabiduría marítima de la gente de El Puerto sería en buena medida aprovechado por aquel navegante extranjero, que se pasó casi dos años entre ellos, al recibir el amparo, el favor y, sobre todo, la esperanza del duque-conde protector. Era entonces conde del lugar Luis de la Cerda y Mendoza (1443-1501), uno de los personajes que más han contribuido en otorgar universalidad a la historia portuense por haber sido el artífice de la traída y prolongada presencia de Cristóbal Colón en El Puerto de Santa María. Este magnate castellano había nacido en 1443, probablemente en la villa soriana de Medinaceli. Su padre, el IV Conde de dicho estado Gastón de la Cerda (1414-1454), fue prototipo del noble guerrero de su tiempo pues no en vano había sido capitán general de la frontera de Aragón y había declarado por sí mismo la guerra a este reino entre 1452-54. Sin embargo, Luis se vislumbra con un hombre a caballo entre dos mundos muy distintos, el medieval que ya acababa y otro nuevo que preludia la modernidad, decantándose por el segundo. No fue, para nada, ejemplo de guerrero como su padre o sus predecesores; él prefirió dedicarse a otros menesteres que recomendaban los nuevos tiempos, por más que probable influencia de su abuelo materno, el célebre marqués de Santillana. Prueba de ello fue su labor de mecenazgo sobre hombres de letras, como Diego de Valera (su hombre de confianza en El Puerto) y de artistas como Lorenzo Vázquez y otros tantos.

La variopinta biografía de don Luis de la Cerda ya ha sido dada a conocer por nosotros y, obviamente, sobrepasa con creces este espacio. No en vano, antes de valedor de aquel desesperado marinero en tierra que —con su ayuda— vio cumplidos sus sueños allende los mares para reconocimiento de la posteridad, entre otros capítulos de su vida, el noble castellano —por su sangre regia, como descendiente directo por línea de primogenitura del rey Alfonso X el Sabio, y consecuentemente representante legítimo de la línea de los antiguos reyes de la monarquía Borgoña-palatina— emuló a sus antepasados aspirando también a un trono peninsular, en su caso el de Navarra, y estuvo a punto de ser su rey. Consolidó además un extenso patrimonio señorial en sus dos estados principales: el ducado de Medinaceli, por un lado, en el corazón de Castilla y, por otro, este condado sureño de El Puerto de Santa María, aparte de diferentes dominios, caso de Huelva y otros tantos señoríos. Fue en octubre del año 1479 cuando los Reyes Católicos suscribían una cédula a favor del entonces V Conde de Medinaceli en la que se le otorgaba privilegio de merced por el que elevaban el estado a ducado y transferían el título condal, que de no ser así lo hubiera perdido la Casa, al señorío de la villa de El Puerto de Santa María. Luis de la Cerda se convertía, así, en el primero de los duques de Medinaceli y de los condes del Puerto de Santa María, siendo inusual esa doble fórmula de merced en los términos que recogía el privilegio.

En los primeros meses de 1490, el noble castellano está en el sur, afincado en su palacio de El Puerto de Santa María. Desde allí, acude a la boda de la infanta Isabel de Castilla con el príncipe Juan de Portugal, que se celebra con toda solemnidad en Sevilla en el mes de abril de ese año. Según la crónica de Andrés Bernáldez, Medinaceli es el primero de entre los Grandes que asistieron a la ceremonia. Los fastos que acompañaron a la celebración fueron contemplados también en la capital hispalense por aquel mismo desesperado nauta extranjero que llevaba ya seis años detrás de la corte buscando el favor real para poner en práctica un proyecto descubridor que la mayoría consideraba inviable. Pues, tras ser rechazado en varias cortes europeas, Cristóbal Colón también había planteado con poca fortuna su proyecto de descubrimiento a los Reyes Católicos, sobre todo tras las deliberaciones de los cartógrafos reunidos en la Junta de Salamanca. Y cuando parecía una misión imposible y el futuro almirante está dispuesto a abandonar Castilla, en ese año de 1490 (y no antes, como hemos probado nosotros en algunas monografías, corrigiendo a todos cuantos se habían ocupado anteriormente del tema) busca y encuentra el apoyo de don Luis de la Cerda, que lo recibe y retiene durante casi dos años en su villa de la bahía gaditana. Concurría en este magnate una circunstancia muy especial, que encajaba perfectamente con la insistente idea de Cristóbal Colón, puesta de manifiesto por Bartolomé de las Casas, de considerar que debía ser una «persona real y poderosa» quien colmara sus aspiraciones descubridoras. Luis de la Cerda llevaba en la sangre más realeza que ningún otro noble castellano y era una persona particularmente idónea —negándose, como hasta ahora lo habían hecho, los soberanos— para acometer empresas de esta naturaleza. El duque de Medinaceli se informa «muy particularizadamente» y durante «muchos días» del proyecto de navegación que le ofrece aquel navegante. A don Luis, pronto debió entusiasmarle pues, como decía el propio Las Casas, “tenía, empero, valor para que, ofreciéndosele materia, obrase cosas dignas de su persona”, dado su talante “liberal”. Por eso lo tuvo a su costa durante esos casi dos años que duró la estancia portuense de Colón. Sin embargo, cuando el duque está decidido a llevar el proyecto hasta sus últimas consecuencias, plantea su decisión a la reina Isabel la Católica, sin tener necesidad legal de ello. Es entonces cuando la soberana le frena y aborta su iniciativa. Así quedó puesto de manifiesto, no solo por el valioso testimonio de la crónica lascasiana, sino también por una prueba documental irrefutable sobre la relación mantenida entre el Colón predescubridor y el duque de Medinaceli, una carta de éste a su tío, el cardenal don Pedro González de Mendoza (brazo derecho de los Reyes Católicos y, como tal, considerado el “tercer rey de España”), escrita en Cogolludo el 19 de marzo de 1493, recién regresado, por tanto, el Almirante de la mar océano a Lisboa tras su primer viaje descubridor de las Indias, interesante epístola que se conserva en el Archivo de Simancas.

Luis de la Cerda estuvo a punto de llegar a ser el patrocinador del viaje descubridor del Nuevo Mundo si los monarcas, una vez desembarazados del problema de la guerra nazarí, no hubiesen reclamados para sí ese honroso papel. Finalmente se trató de una empresa de la Corona, pero en buena medida porque había otra alternativa privada para el Descubrimiento, nada utópica, que no era otra que la que estuvo a punto de financiar el duque de Medinaceli. En términos de infraestructura, El Puerto reunía todas las condiciones idóneas para una empresa de estas características pues allí se podían fletar las embarcaciones que partieran hacia el Nuevo Mundo. De hecho, la nao Santa María, que iba a ser la capitana de la flota que llevó Colón, estaba anclada en aquel puerto de la bahía gaditana, como propiedad que era de su buen amigo y vasallo Juan de la Cosa. Además, el duque tenía en su puerto buen aparejo, dispuesto para la empresa descubridora. Ganas tampoco le faltaban a don Luis, dispuesto como estaba a la financiación del proyecto. Para nada era difícil encontrar buenos marinos que acompañaran al piloto extranjero pues, de estos avezados hombres de mar, El Puerto de Santa María estaba sobrado. Algunos de ellos, criados incluso de Medinaceli como el célebre Alonso de Ojeda, sabrían de inmediato, con su presencia, lo que se estaba descubriendo al otro lado del Atlántico. Y en términos económicos, teniendo en cuenta que el primer viaje colombino a las Indias tuvo un montante total aproximado de 2 millones de maravedíes, esa cantidad en modo alguno suponía un sacrificio económico para la hacienda ducal pues las rentas anuales de don Luis de la Cerda se calculaban en unos 30.000 ducados y solo los valores de las rentas ducales en El Puerto de Santa María, en la época que nos ocupa, rondaba los 4 millones de maravedís.

Pudo ser, por tanto, la de Medinaceli la otra alternativa del Descubrimiento del Nuevo Mundo.

Autor: Antonio Sánchez González

Bibliografía

SÁNCHEZ GONZÁLEZ, Antonio: Medinaceli y Colón. La otra alternativa del Descubrimiento. Madrid, Mapfre, 1995.

SÁNCHEZ GONZÁLEZ, Antonio: Medinaceli y Colón. El Puerto de Santa María como alternativa del viaje de Descubrimiento. El Puerto de Santa María, Ayuntamiento, 2006