Dentro de la clasificación de los distintos estratos de la nobleza que estableciera Domínguez Ortiz, y que se ha venido usando amplia y consensuadamente en el último medio siglo, encontramos el complejo pero determinante grupo de las élites urbanas. Más allá de su discusión terminológica y, sobre todo, de la exactitud de las características y perfiles sociológicos que las compusieron, las oligarquías municipales se definen como el grupo social privilegiado más numeroso en la época Moderna, englobando a un colorido abanico de realidades nobiliarias (regidores, caballeros de hábitos, señores de vasallos, títulos…) pero siempre en torno a un mismo eje común: el desempeño de los cargos del poder local dentro de sus concejos. Posee, además, como corresponde a los principios del Antiguo Régimen, un esencial carácter familiar y endogámico, por lo que no se puede entender sin la trascendencia en el tiempo del linaje, la política matrimonial y las relaciones de parentesco. Así pues, llamamos patriciado urbano a ese listado de familias poderosas e interconectadas que lideran la política de cada núcleo de población, acumulan gran parte de su riqueza económica y visibilizan los más notables instrumentos de prestigio social. No obstante, su nómina de familias, como apunta Enrique Soria, el patriciado cordobés -castellano en su más amplio concepto- estará conformada por una élite compacta, pero ni mucho menos hermética, en la que los linajes viejos se entremezclarán constantemente con nueva sangre, pero adaptándose a los patrones de los primeros.

La ciudad de Córdoba fue, durante los siglos modernos, una de las ciudades más importantes de Castilla, aunque su relevancia geográfica y demográfica en el sur se vio eclipsada -claramente a partir del siglo XVII- por las universales Sevilla y Granada. Aún así, como pone de relieve un análisis del valor de las ciudades castellanas según su mitra eclesiástica, Córdoba se mantuvo como la principal sede episcopal solo por debajo de las grandes sedes metropolitanas (Toledo, Sevilla, Santiago, Granada…). En efecto la producción agraria posibilitada por sus fecundas tierras, unida a otros elementos económicos y de prestigio tales como la lana, el cuero, la plata o la cría del caballo, pero alejada del “arribismo” social tan marcado que generaba el comercio o la banca -tan propios de otras urbes como Cádiz, Málaga o la propia capital hispalense-, mantuvieron a la ciudad como uno de los focos nobiliarios más consolidados y aparentemente “inmóviles” de la península. Tanto es así que Gonzalo de Céspedes y Meneses en su Historias peregrinas y ejemplares declarará en 1623 “Hoy es cierto que no hay ciudad ni población en toda Europa de más limpia y apurada nobleza, ni en tanto en más caballeros de sangre y mayorazgos riquísimos”, al tratar de la historia y naturaleza de Córdoba. No es por tanto casual que fuera una de las tres primeras ciudades de Castilla -junto con Sevilla y Toledo- en poseer Estatuto de Limpieza de Sangre para acceder a su Cabildo municipal, otorgado por Felipe II en 1568, como elemento de distinción y calidad social para sus miembros, pero también como herramienta para dotar de suficiente apariencia ilustre para los que no lo fueran tanto.

Ciertamente, desde su incorporación a la corona castellana en 1236, Córdoba es una ciudad altamente aristocratizada, no solo por el peso cuantitativo que los nobles ocupan en la vida de la ciudad, sino por la importancia propia de los mismos. En el último tercio del siglo XV se acredita perfectamente el peso específico que tenían en su cabildo de caballeros Veinticuatros las familias conquistadoras que gozaron de los importantes repartimientos, y que perdurarán durante toda la época Moderna. Son los Aguayo, Angulo, Argote, Cabrera, Cárcamo, Cárdenas, Carrillo, Páez de Castillejo, Córdova, Muñiz de Godoy, Góngora, Hoces, Infantas, Luna, Mesía, Gutiérrez de los Ríos, Sotomayor, Sousas, Valenzuela, Vargas o Venegas. De entre todos ellos, brillaron con luz propia en aquellos primeros momentos los que además ostentaban importantes señoríos en el Reino cordobés, principalmente los condes de Cabra, los señores de Aguilar y los de Espejo-Lucena (de los Córdova), los señores de Fernán- Núñez (de la casa de los Ríos), los de Luque (Venegas) y los del Carpio (Sotomayor).

Con el cambio de siglo, los grandes nobles de la región cordobesa irán abandonando su interés por la ocupación del gobierno concejil de la ciudad, en gran parte por dar un salto cualitativo en sus redes e intereses, muchos a la corte, como demuestra su acrecentamiento con los importantes títulos de comienzos del quinientos como el marquesado de Priego (1501) y el de Comares (1512), el condado de Palma (1507), y los algo más posteriores como el marquesado de Priego (1559), el marquesado de la Guardia (1566) o el ducado de Baena (1566). Igualmente, a resultas de la política de persecución de judíos y conversos de la Inquisición, muchos de ellos hubieron de abandonar los puestos de Veinticuatros que habían conseguido a la luz de las mercedes regias, cuando no incluso la ciudad y el reino, o reconvertirse desde el anonimato para hacer olvidar su pasado. Así pues, en los comienzos de la Modernidad, aquellos y estos dejaron espacio para consolidar en el siglo XVI una oligarquía algo más homogénea, aunque siempre en constante movimiento.

A lo largo de las dos centurias de los Habsburgo se fueron sumando a la elitista selección de las familias antiguas con asiento en el cabildo municipal otras tantas de diferente procedencia, con las que comenzaron a relacionarse y emparentar, y que enriquecieron en todos los sentidos el mapa del patriciado cordobés. Un grupo de ellas procedía de linajes que habían medrado a la luz del cabildo catedralicio, y que consiguieron acceder al gobierno local gracias a sus poderosos pater familias canónigos, como ocurrió con los Armenta, los Corral o los Cortés de Mesa. Otras hundían su origen en una hidalguía más o menos conocida o antigua, no exentas algunas de bastante oscuridad en sus raíces, que por la acumulación de mayorazgos y crecimiento económico fueron ascendiendo hasta conseguir un puesto entre las más notables de la ciudad. Aquí encontramos apellidos tan señeros como los Acevedo, Aguilar, Cea, Fernández de Mesa, Figueroa, Torreblanca, Manuel de Landó, Morales, Heredia, Fajardo, Henestrosa, Cañaveral, Orive, Villalón o los Velasco. Dos sangres de las más elevadas de Andalucía se unen a toda esta relación: los Saavedra y los Pérez de Guzmán.  Ambas fueron ramas segundonas desgajadas de las primogénitas originarias en el Reino de Sevilla (los primeros, los condes del Castellar; y los segundos, los todopoderosos Medina Sidonia), que se afincaron en Córdoba y consolidaron en la ciudad nuevas líneas con esencia propia, ocupando así distintas veinticuatrías, y con el tiempo incluso varios títulos de Castilla.

Una dinámica similar a esta última ocurrió con otros dos linajes netamente cordobeses. Acercadas las ramas primogénitas a la vida cortesana o ubicando sus intereses en círculos de mayor influencia y poder, los Fernández de Córdoba y los Gutiérrez de los Ríos describen dentro de ellos una evolución de distintas ramas separadas que las diferenciaron demasiado como para incluirlas dentro de un mismo grupo de poder. Así, para la Casa de Córdova, mientras los Cabra-Baena, Priego o Comares habían ido superando su participación e identificación como élite cordobesa, entrando así en un estado mucho más poderoso como era la Grandeza, otras ramas desgajadas de estas mismas sí que permanecieron en la ciudad y continuaron formando parte de su patriciado. Hablamos de los señores de Teba, los señores-marqueses de Villaseca, los señores de Belmonte, los importantes marqueses de la Puebla de los Infantes que fueron además Alféreces Mayores, los condes de Prado Castellano o los de Torres Cabrera, todas estas casas de gran repercusión y trascendencia en la vida social y política de la ciudad de Góngora hasta el XIX. Por su parte, aunque la rama más importante de los Gutiérrez de los Ríos, los señores y luego condes de Fernán Núñez, habrá ya dado el salto a Madrid, permanecerán en Córdoba otras ramas de la misma familia que crecieron y acabaron teniendo su propio peso específico como señores locales, especialmente los vizcondes de Sancho Miranda, los condes de Gabia y los marqueses de las Escalonías.

El siglo XVIII no fue una excepción en la dinámica de renovación y acrecentamiento del espacio de las familias de la aristocracia local cordobesa. Sin embargo, sí que encontramos una tónica diferencial: la llegada de individuos con un pasado bastante más oscuro y lejano, especialmente en lo que a linaje se refiere, pero también lo geográfico. Es así como llegan a ostentar hábitos de órdenes, veinticuatrías y a casar con caballeros o damas de la más antigua nobleza apellidos que hacía 4 o 5 generaciones apenas si gozaban de condición hidalga (conversos, escribanos…) o cuya influencia había sido hasta entonces limitada al ámbito rural. Llegaron así los Molina, Alfaro, Cañete, Gutiérrez Ravé, Vera, de la Corte, Montesinos, Muñoz de Velasco, Villaceballos, Orbaneja, Toboso, Tercero, Jurado Valdelomar a copar importantes puestos de gobierno y a alcanzar un ennoblecimiento local de primer orden.

Fruto de siete siglos de trayectoria y devenir de esta élite urbana, Córdoba como ciudad creció y se enriqueció de manera determinante, pues las necesidades de proyección social y visual de la élite generó un desarrollo patrimonial riquísimo. La ciudad de la Mezquita conserva más de medio centenar de casas solariegas construidas por aquella aristocracia desde la Baja Edad Media hasta las últimas concluidas ya en el Ochocientos, y ello sin contar con las otras tantas demolidas durante la expansión urbanística contemporánea o las que fueron reconvertidas en conventos por sus mismos propietarios. Originalmente las principales familias de la ciudad se asentaron en las collaciones del sector urbano de la villa, como se demuestra con las célebres casas del Gran Capitán, las de los señores de Aguilar, los de Luque, los del Carpio o la familia Hoces. Sin embargo, a lo largo de la época Moderna, el espacio residencial de la nobleza se expande y toda la ciudad se convierte en un gran escaparate nobiliario, exceptuando los barrios del Alcázar Viejo, el Campo de la Verdad y la popular collación de San Lorenzo. Quedan así en pie imponentes casas señoriales como las de los Villaseca -llamadas de las Rejas de don Gome, hoy Palacio de Viana-, de los Fernández de Mesa, de los marqueses del Carpio, de los duques de Hornachuelos, de los Luna, de los Aguayo, de los Corral o los Páez de Castillejo. Pocas tienen realmente un aspecto de “palacio” a la manera dieciochesca francesa, propia de grandes ciudades -salvo notables excepciones como las de los duques de Rivas o los marqueses de Benamejí-, ya que la mayoría son grandes caserones, con mayor o menor trazado y profundidad, de corte más austero, más castellano, pero eso sí, de sólida factura y donde no falta el escudo de armas. Igualmente, de otras apenas si conservamos la fachada o la portada -como la de los Sotomayor, hoy transformada totalmente en Conservatorio de Música, o la del vizconde de Miranda-, mientras que algunas siguen conservando casi intactas su función de residencia particular y para las que no parece que haya pasado el tiempo.

Junto con sus casas principales, los conventos son otro importante testigo histórico del patriciado urbano cordobés. Transcurrido el primer período medieval, en el que las grandes fundaciones monacales fueron auspiciadas por la propia corona, dotando a los primeros conventos de institucionalidad propia en la ciudad (San Pedro el Real, San Pablo, San Agustín, Santa Clara, la Trinidad y la Merced), a partir del siglo XV las familias de la élite cordobesa comenzaron una desatada carrera de honor fundacional -en palabras de Ángela Atienza-, que generó un proceso de algo más de dos siglos en los que se establecieron una treintena de cenobios masculinos y femeninos La función de la mayoría de ellos encerraba claramente un componente de visibilización, poder y permanencia “por los siglos de los siglos” de sus fundadores y de sus herederos. Claro está que, además, para la fundación de un convento se requieren muchos más recursos que para hacer lo propio con una capellanía o enterramiento dentro de otro templo, por lo que revela además un poderío patrimonial y económico muy fuerte, con el que poder instaurar también -en no pocos casos- un refugio familiar para las mujeres religiosas de la familia.

Así, el veinticuatro don Pedro de los Ríos establecía en 1475 el convento de Santa Cruz para las clarisas, casi al mismo tiempo que hacía lo propio otro patricio cordobés, don Pedro Ruiz de Cárdenas, para erigir el de Santa María de Gracia -hoy desaparecido-. Pocos años más tarde se dotaron los conventos de Regina Coeli y la Concepción, de la mano de las familias Venegas y de los Ríos. Los Fernández de Córdova y sus múltiples ramas no se quedaron atrás: el convento de Santa Marta fue fundado por un hija del I conde de Cabra, mientras que casi dos siglos después se produjo la definitiva donación de don Antonio Fernández de Córdoba, IX conde de Cabra, de sus casas principales, en 1655, para la construcción del convento de las Capuchinas; el convento del Císter fundado por don Luis Fernández de Córdova, de la casa de Guadalcázar; o el de Santa Isabel de los Ángeles acabó siendo patronato de los Córdova Figueroa, señores de Villaseca. Mención aparte merece la casa de los señores y marqueses del Carpio, a cuya iniciativa se deben hasta tres conventos cordobeses: el de Santa Ana, el de San José o llamado también San Cayetano y el de Jesús Crucificado. Un acaudalado converso, el jurado Martín Gómez de Aragón, intentaría mitigar las sospechas sobre su abrasado pasado fundando en 1635 el convento de San Martín, que sería en el siglo XIX el primero en ser demolido para el ensanche burgués de la ciudad. Junto a todos ellos, observamos multitud de fundaciones piadosas, cofradías, enterramientos, capillas y tumbas diseminadas por todos los templos de la ciudad en los que la aristocracia colmó sus expectativas de vida eterna, poblando de santos y blasones cientos de lugares de sagrados. La Catedral es quizá la mejor muestra de ello, con su centenar de capillas y enterramientos tanto de canónigos y jerarcas como de la nobleza de la ciudad. Es así que los restos del propio Góngora descansan en la capilla de su familia, los Aguayo, o los Hoces emplearon lo mejor de sus recursos para sus respectivas capillas, siendo emulados con el paso de los siglos por los Cortés de Mesa o los Muñoz de Velasco, nuevos nobles, pero igual de nobles, al fin y al cabo.

Autor: Gonzalo J. Herreros Moya

Bibliografía

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CABRERA SÁNCHEZ, Margarita, Nobleza, oligarquía y poder en Córdoba al final de la Edad Media, Córdoba, 1998.

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