El tratado titulado Vida política de todos los estados de mujeres (1599) forma parte de la producción literaria de fray Juan Luis de la Cerda, religioso integrante de la Compañía de Jesús, natural de Toledo y profesor del Colegio Imperial de Madrid, que anduvo por tierras castellanas entre los siglos XVI y XVII. La obra nace –en palabras de su autor- para orientar a la mejor cosa de las que Dios crio en la Tierra, después del hombre. En otros términos, para aconsejar y guiar a las mujeres de su tiempo, considerando las muchas ocupaciones e impedimento que las susodichas tenían para localizar buenos textos que pudieran conducirlas sobre lo que a cada estado conviene para vivir en él con policía, buenas costumbres y virtuosamente”.

Antes de adentrarnos en el análisis de la obra que nos ocupa consideramos de provecho recalcar una cuestión fundamental. Nos referimos a la perdurabilidad, durante los Tiempos Modernos, de la herencia procedente de la Antigüedad y el Medievo respecto a la imagen de la mujer. La cultura del Antiguo Régimen serguirá manteniendo intacta –al menos hasta el comienzo del siglo XVIII- la idea de que el femenino era el más desordenado y libidinoso de los dos sexos, el más propenso a caer en el pecado, correspondiendo a los varones implantar orden y moralidad a sus continuas transgresiones y quebrantos.

Y el primer paso para lograr este objetivo lo conforma la instrucción. Sabido es cómo la educación procura, en primer instancia, la sociabilización a las personas. En otras palabras, preparar para la vida en sociedad. Ahora bien, este “adiestramiento” no seguirá los mismos cauces para ambos sexos durante el periodo que nos ocupa. Desde la más tierna infancia, hombres y mujeres recibirán informaciones diferenciadas, cada una de ellas configurada en función del comportamiento que se pretenda inculcar a cada uno de los dos grupos. Informaciones que proceden tanto del grupo familiar –sobre todo a partir de consejos y ejemplos prácticos- como de tratados redactados con la finalidad de precisar cuáles deben ser las conductas a las que unos y otras deben adecuar sus actos y cuáles los patrones que deben seguir.

Es aquí donde encuadramos la obra de fray Juan de la Cerda, quien en el siglo XVI –como lo hiciera también, en fechas anteriores, el humanista Juan Luis Vives con su Instrucción de la mujer cristiana (1528)- trazará un programa educativo en el que la honestidad y el decoro se anuncian como fundamentales en la formación femenina en todos y cada uno de los posibles estados reservados para las mujeres. La estructura del libro reproduce, precisamente, el esquema elaborado previamente por Vives. Ahora bien, a los tres grupos de mujeres establecidos por éste (vírgenes, casadas y viudas), añade dos nuevas categorías, incluyendo un tratado dedicado a las monjas y otro a las “mujeres en general”. División, en cualquier caso, realizada en función de las relaciones de parentesco y sexualidad de las féminas, dejando de lado otros marcadores sociales como las diferencias de estamento social, nivel de riqueza u ocupación profesional, algo propio entre los varones.

Las indicaciones vertidas para cada estado ocupan tratados de extensión diversa. El más dilatado es el último de los cinco, el dedicado a las “Mujeres en general”, compuesto por 31 capítulos. Le siguen, con 29 capítulos cada uno, los tratados dirigidos a las “Religiosas” y a las “Casadas”, completando la obra los 10 capítulos destinados a las “Doncellas”, y los 4 de las “Viudas”.

Pasamos a analizar el contenido de algunos de estos tratados. Para ello tomamos como punto de arranque el Tratado de las casadas. Partiendo de la base de que hombres y mujeres desarrollan sus vidas en espacios distintos –ámbito público para ellos, privado para ellas-, a las segundas se ofrece una serie de recomendaciones y técnicas para que puedan desempeñar correctamente las funciones que la sociedad les requiere para atender a su casa y familia. En primer lugar, se apunta al silencio, la modestia, la laboriosidad y la devoción religiosa como hábitos fundamentales para garantizar la buena marcha de sus hogares. Aunque no se trata de una cuestión novedosa –la encontramos ya en autores clásicos como Demócrito, Plutarco, Aristóteles, Eurípides o Virgilio-, destaca especialmente la insistencia puesta sobre el silencio. En una época en la que se había extendido considerablemente el estereotipo de la mujer chismosa, parlera y murmuradora –fray Juan de la Cerda llega a afirmar que una mujer muda es un milagro-, se trata de una cualidad muy valorada en las féminas. Es más, el humanista toledano lo considerará fundamental para asegurar la paz entre los esposos y la concordia familiar. De la adopción de esta actitud callada, del control de las emociones e impulsos desmedidos por parte de la mujer dependerá –a su entender- la estabilidad y la convivencia pacífica en el seno del matrimonio y en el hogar.

Otras de las virtudes sobre las que incide en mayor medida son la piedad y la capacidad de perdonar. Para tratar el asunto recurre al ejemplo de Santa Mónica, madre de San Agustín, quien sufrió durante más de treinta años las penurias de su inestable matrimonio. Ahonda en el asunto insistiendo en que la mujer cristiana debe perdonar cualquier vicio de su esposo, explicando ser ésta la actitud más efectiva para procurar enmienda. La recompensa a su paciencia y resignación –como apuntara también fray Luis de León- será la vida eterna en compañía del Altísimo.

Todo lo anterior está en relación con la idea clásica de la obediencia plena y absoluta debida por la mujer al varón. Fray Juan de la Cerda recurre al Génesis para explicar este orden social, atendiendo a las instrucciones dadas por el mismo Dios a Eva en el principio de los tiempos, las cuales no eran otras que permanecer sujeta a su marido.

Tanto a casadas como a doncellas recomienda mesura a la hora de vestirse y adornarse. No entiende el gasto que muchas realizan en costosos trajes y atavíos; desembolsos que, además de innecesarios, pueden acarrear la ruina de sus casas. De igual forma se opone abiertamente, primero, al empleo de cualquier tipo de afeite, pues considera su uso un engaño; una táctica empleada por aquellas mujeres que pretenden camuflar sus defectos con “invenciones” y “fingimientos”, faltando de este modo a la verdad y honestidad debidas en cualquier relación entre uno y otro sexo. Y segundo, al manejo de la escritura por parte de las mujeres, pues si bien la lectura pudiera ser empleada para el rezo y la devoción, la escritura podría tentarlas al trato “ilícito”, al redactar billetes para “amigos” y “galanes” cuyas intenciones serían, cuando menos cuestionables.

A las viudas, fray Juan de la Cerda recomendará guardar castidad, pues, no existiendo inconvenientes para un nuevo casamiento –como cosa sagrada que es e instaurada por Dios-, la reincidencia en el matrimonio podría hacerlas caer en manos de algún hombre tirano, avariento, soberbio o mal acondicionado. Pretendía con ello el religioso asegurar la vía nupcial para las doncellas, en tanto que sorprende su consejo en las viudas, a quienes exhorta a ser libres y hacer las cosas como les parece; en un universo donde –como es bien sabido- se insistía con machaconería sobre la subordinación de la mujer al varón, no deja de ser original.

Por último, el Tratado de las monjas se configura como un auténtico manual para novicias. Contiene recomendaciones de toda índole, desde la devoción que debe acompañar a las religiosas, hasta el modo en que deben acostarse, cuidar la ropa de cama o mirar por la modestia y recato de su vestimenta. Especial cuidado pone el autor en el tema de la confesión. Explica a las religiosas su deber de realizar el examen de conciencia con anterioridad a la celebración del sacramento, procurando luego hacer uso de él con presteza y diligencia, reconociendo sus faltas con humildad sin hermosear con palabras los pecados. Asimismo, recomienda realizar la vigilancia a monjas veteranas a fin de evitar demoras innecesarias durante el acto cristiano de contrición. ¿Pensaba en las solicitaciones?

Para concluir realizamos algunas apreciaciones. Primero, indicar que el libro, aunque dirigido –a priori- a las mujeres, se destinaba desde luego a los varones que las rodeaban, encargados de su vigilancia. Bajo una presentación posiblemente engañosa, el autor habría aconsejado a quienes tenían en sus manos –por los derechos que su época les confería- el “ayudar” a la mujer a controlar su débil y voluble temperamento. Segundo, señalar la falta de originalidad. Como hicieran tantos antes que él, y seguirían haciendo otros en momentos venideros, sus líneas se inspiran –e incluso reproducen- las contenidas en pasajes bíblicos, textos de Doctores de la Iglesia, filósofos griegos, comentaristas latinos y otros autores medievales y modernos (Francesc Eiximenis, Juan de Pineda, Antonio de Guevara). Insiste en conceptos ya conocidos y repite ideas nada novedosas para quienes tuvieran acceso a su escrito. Finalmente, y conectando con lo anterior, advertir también que el contenido de dicho texto –como el de tantos otros redactados en la misma dirección- no hace sino elaborar arquetipos y modelos de mujer que, realmente, no sobrepasan las lindes de la especulación y la literatura. Si bien no debe descartarse la existencia de ejemplos similares entre las mujeres coetáneas a su composición, lo cierto es que no muestra la realidad del momento, obviando los verdaderos comportamientos y actitudes que debieron acompañar a las mujeres de su tiempo. La atenta lectura de su contenido nos aporta interesantes claves sobre los valores deseados en la Modernidad, pero para conocer el discurrir cotidiano de sus gentes, fuentes como ésta deben ser contrastadas y sopesadas con la información contenida en otro tipo de documentos. Epístolas, procesos judiciales, y todo tipo de escritos notariales son sólo un pequeño ejemplo de aquello a lo que nos referimos. 

Autora: Marta Ruiz Sastre

Bibliografía

LÓPEZ-CORDÓN, María Victoria, “La conceptualización de las mujeres en el Antiguo Régimen: los arquetipos sexistas”, en Manuscrits, nº 12, 1994, pp. 79-107.

MARTÍN CASARES, Aurelia, “Las mujeres y la “Paz en casa” en el discurso renacentista”, en Chronica Nova, nº 29, 2002, pp. 217-244.

SEGURA GRAÍÑO, Cristina, “La educación de las mujeres en el tránsito de la Edad Media a la Modernidad”, en Hist. Educ., nº 26, 2007, pp. 65-83.

SUÁREZ FIGAREDO, Enrique, “Fray Juan de la Cerda. Vida política de todos los estados de mujeres”, en Lemir, nº 14, 2010, pp. 1-628.

VIGIL, María Dolores., La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII. Madrid, 1986.