Obispos y cabildos constituían una minoría en el conjunto de la Iglesia andaluza. Por debajo de ellos había un sinnúmero de eclesiásticos, a los cuales se les suele denominar bajo clero, con una situación económica mucho más precaria, una fuerte adscripción al medio rural, y un reclutamiento mucho más modesto desde el punto de vista social.

Pero este bajo clero no es ni mucho menos homogéneo: tendríamos en primer lugar a los curas o párrocos, titulares de los denominados beneficios curados, o aquéllos que tenían aneja la obligación de cura de almas. Sus deberes eran la residencia en el lugar donde estaba radicado su beneficio, la administración de los sacramentos, la elaboración de los padrones parroquiales donde se anotaba a aquellos fieles que habían cumplido con los preceptos eclesiásticos de confesar y comulgar anualmente por Pascua, llevar los libros de bautismos, confirmaciones, matrimonios y defunciones, instar a la feligresía a la santificación de las fiestas, enseñar la doctrina cristiana y corregir los pecados públicos, exhortándoseles además a que intentaran suavizar los conflictos y tensiones de la comunidad, por cuanto en alguna constitución sinodal, como la gaditana de 1591, se esperaba de ellos que «compongan las diligencias, odios u bandos de manera que se atajen a los principios y que todos vivan en paz y caridad, y que los que tienen haciendas mal ganadas y habidas por malos medios la restituyan y todos se ejerciten en el estudio de las virtudes cristianas». En un sentido estricto, este tipo de beneficios no erxiste en algunos obispados, por ejemplo, en la archidiócesis de Sevilla, donde el único cura es el arzobispo, que nombra ministros amovibles a su voluntad para que se encarguen de la cura de almas y la administración de los sacramentos, y éstos no tienen otra utilidad de su trabajo que las obvenciones que ofrecen los fieles, las cuales suelen ser de una dotación muy corta. Solamente en 1791 los beneficios curados, a pesar de intentos anteriores, serán una realidad en la diócesis hispalense.

El clero parroquial debía ser un agente de concordia, y ello nos muestra que el cura era mucho más que un mero agente burocrático de la Iglesia institucional: en los pequeños núcleos rurales el contacto con los parroquianos era constante, el cura era su consejero natural, su compañero de tertulia y el que podía instruirlos, aunque también podía jugar un papel más represor como multarles por no ir a misa, o excomulgarles si no pagaban el diezmo o no cumplir con la asistencia a los sacramentos. Incluso en las grandes ciudades, la abnegación, el desinterés y el celo de muchos de estos hombres debieron contribuir a que se ganaran el respeto, y a veces el afecto, de sus feligreses: la intervención de los curas en la epidemia de fiebre amarilla de 1800 fue tan continua, que en 1803 el cabildo municipal gaditano mostraba cómo «los ha visto trabajar con un celo apostólico, no perdonar fatigas, exponer sus vidas y socorrer día y noche a sus ovejas consternadas con tan horrorosa calamidad. Los ha visto siempre y los ve en el día dar ejemplo al pueblo, administrar los sacramentos, predicar, auxiliar».

La parroquia desempeña una función clave en la sociedad andaluza del Antiguo Régimen: amén de su función específicamente religiosa, constituye un elemento de socialización, un espacio relacional forjador de vínculos humanos y que en muchas ocasiones aglutina a grupos sociales muy concretos, ayudando a conformar una conciencia de pertenencia a un espacio común, tanto desde el punto de vista de comunidad espiritual como social. En algunas ocasiones el clero parroquial de alguna ciudad o villa se asociaba formando lo que puede denominarse universidades de clérigos o de curas párrocos dirigidas por una junta cuyo presidente solía llevar el título de abad o prior, y su constitución venía determinada en muchos casos por la defensa contra los intereses del cabildo catedral o por la distribución de los diezmos, tal como sucede en Córdoba. La red parroquial andaluza era bastante laxa. Si en 1768 había una parroquia en España por cada 490 habitantes, en ninguna diócesis andaluza se bajará de una parroquia por cada 1000 habitantes, llegándose en la de Cádiz al increíble nivel de 1/8567.

En claro contraste con respecto a los curas, los beneficiados simples no estaban obligados a cumplir con la residencia, pudiendo subrogar su beneficio en manos de un tercero (muchas veces el propio cura) a cambio de percibir parte de las rentas. Tampoco tenían cargas pastorales, limitándose a celebrar las misas pro populo, que debían aplicarse diariamente por el pueblo o comunidad, turnándose los beneficiados en el cumplimiento de esta tarea; o participar en las procesiones celebradas por la parroquia. Algunos beneficios, incluso, no tienen carga alguna, ni de residencia ni de servicio, y se conocen con  el nombre de préstamos, sextas, novenas, o dozabas raciones y quintillas, en razón de la parte cobrada de los diezmos.

En todos ellos el patronato laico estaba sumamente extendido, siendo su tipología bastante variada: hay un tipo preferentemente privado, en manos de personas y familias, otro en cierta medida público, que pertenece a la comunidad, el municipio, o entes públicos reconocidos como tales (en este sentido, el patronato puede estar reservado al municipio o a toda la comunidad reunida en asamblea popular), y que ha constituido siempre el área más débil de los patronatos laicales, ya que ni los obispos, la nobleza ni la corona estaban interesadas en su mantenimiento,  y, finalmente,  un tercero que asume un carácter marcadamente público con el paso del tiempo que se conoce con el nombre de patronato regio. En muchos casos estos cargos estaban reservados a los naturales de una localidad concreta, lo que nuevamente servía para asegurar el destino de los segundones de las élites sociales.

Pero tanto curas como beneficiados, al fin y al cabo, estaban inmersos en la estructura oficial de la Iglesia andaluza, si bien ni unos ni otros darán la pauta: la inmensa mayoría del bajo clero estaba formada por simples capellanes, y estas capellanías conocieron un gran auge en el Antiguo Régimen. Se trataba de fundaciones perpetuas hechas con la obligación de celebrar cierto número de misas anuales por el alma del fundador a cambio de la percepción de una serie de rentas, y eran patronos laicos, aunque, eso sí, con la supervisión de las autoridades eclesiásticas pertinentes, los encargados de su provisión. A lo largo de los siglos XVI y XVII (y aún durante la primera mitad del siglo XVIII se ha constatado en lugares como Cádiz cómo persiste la expansión) se fundaron numerosas capellanías, en muchos casos para asegurar a los familiares del fundador una existencia cómoda, llegando hasta el punto, que eran más gravosas las obligaciones litúrgicas de los extraños al clan que de los parientes del fundador. Tan sólo en la segunda mitad del siglo XVIII aparecerán una serie de medidas restringiendo estas fundaciones: desde 1763 se prohíbe la fundación de nuevas capellanías colativas sin autorización real, en 1798 se invitaba a los prelados a proceder a la desamortización de sus bienes y en 1820 se prohibía su fundación. Para acceder a estos beneficios era necesario estar tonsurado y contar con catorce años de edad, adscribiéndose los fundadores en la mayor parte de los casos a las élites sociales y a los grupos medios (aunque ésta es una cuestión que sigue siendo, en gran medida, desconocida) y basando su dotación en bienes raíces (campiña sevillana) o censos (Cádiz), lo que revela una gran adaptación a la estructura económica de la comarca en cuestión.

Nuestro desconocimiento acerca del mundo de las capellanías es bastante profundo. Ignoramos ante todo quiénes fueron los fundadores, y tan sólo contamos al respecto con algunos datos dispersos: en el Cádiz del siglo XVII el 40% de las capellanías serán fundadas por mujeres y en torno a un 8% por clérigos, proporciones que en el siglo XVIII se elevan a la tercera parte y a un 15% respectivamente. Y, sobre todo, ignoramos quiénes eran los patronos y cuáles eran los requisitos específicos exigidos al capellán. Y ello constituye la clave de bóveda del sistema: la jerarquía eclesiástica tenía bastante poco que decir en la provisión de las capellanías siempre que el propuesto por el patrón cumpliera con los requisitos exigidos (la tonsura y catorce años de edad), y estaba claro que éste iba a defender ante todo los intereses del linaje. En primer lugar, porque los fundadores, en una buena proporción, determinaron que el patronazgo recayera en primera instancia en miembros del clan, siguiendo el mismo orden sucesorio que el empleado para la constitución de los mayorazgos (es cierto que, al menos en Cádiz, una buena parte de las capellanías contaba como patrón a instituciones eclesiásticas, fundamentalmente el cabildo catedralicio, pero éste acudiría a su provisión utilizando igualmente motivaciones de orden clientelar). En segundo término, porque la mayor parte de las capellanías debían ser servidas ante todo por miembros del propio linaje fundador, llegándose incluso a penalizar con una mayor carga de misas a todos aquéllos que fuesen extraños al mismo.

Y es que, aunque a primera vista la fundación de una capellanía estuviese determinada por motivos meramente espirituales, la realidad parece ser muy otra. Siguiendo la línea interpretativa de Pro Ruiz, la capellanía creaba un patrimonio vinculado y aseguraba la buena vida de un hijo segundo o tercero, conservándose el derecho de patronato en manos de la línea principal de la familia, con lo que se reafirmaba la solidaridad del linaje: una capellanía puede ser considerada un mayorazgo de poca entidad, siendo el derecho de patronato un instrumento de nobleza, sirviendo para perpetuarla, demostrarla o intentar acceder a ella. Las capellanías eran instituciones fundamentales en el funcionamiento de la familia aristocrática, puesto que una constelación de fundaciones menores alrededor del mayorazgo aseguraban la solidaridad del linaje. Eran además figuras importantes en el derecho sucesorio del Antiguo Régimen, pues ofrecían la posibilidad de dividir el patrimonio entre los hijos de un testador, pero haciendo que volviera a unirse en la línea principal, con lo que se evitaba la atomización. El capellán era un célibe sin descendencia, por lo que el derecho a disponer de sus bienes volvía a la línea principal de la familia, que podía volver a emplearlos para dotar a ramas secundarias. Las capellanías aportaban asimismo numerosos beneficios a la familia fundadora: la creación de un patrimonio vinculado para los segundones, el mantenimiento de relaciones clientelares con las ramas colaterales del linaje, la ganancia espiritual en forma de misas por las almas de los difuntos de la familia, y el valor propagandístico que suponía la existencia de sepulturas en lugares preferentes de las iglesias, el control social que implicaba el derecho de presentación.

La jerarquía eclesiástica siempre tuvo gran interés en controlar que se ingresara en el estado clerical por un mayor servicio de Dios y no por huir de la justicia secular o acogerse al fuero eclesiástico, aunque en la práctica no siempre fue así. María Luisa Candau nos cuenta cómo en la campiña sevillana dieciochesca las exposiciones más comunes reflejaban pretensiones de órdenes motivadas por «servir más a Dios nuestro señor y por ascender a las demás órdenes no siendo su ánimo eximirse de las justicias seglares ni otros fines humanos», aunque algunos añaden la urgencia de ser ordenados por razones materiales: mantenimiento de la familia, padres achacosos, madres viudas o hermanas doncellas y hermanos menores.

Aún más importante se consideraba que el futuro clérigo se caracterizara por un comportamiento absolutamente intachable. De hecho, los vicarios y párrocos de la localidad de aquél eran responsables de interrogar a una serie de testigos sobre estos aspectos, intentando obtener la máxima información sobre cualquier ausencia de su lugar de origen, aunque fuese para realizar sus estudios, e incidiendo sobre la asistencia a los sacramentos, el cumplimiento de sus obligaciones, las compañías que frecuentaba (y las que evitaba), su comportamiento y sus antecedentes familiares. Por supuesto, era imprescindible estar bautizado y confirmado, y la limpieza de sangre era un requisito indispensable. Asimismo, la existencia de defectos físicos excluía u obstaculizaba la adscripción al estamento eclesiástico.

Paradójicamente, los requisitos intelectuales exigidos eran sumamente reducidos: en el arzobispado de Sevilla, se consideraba suficiente que los tonsurados supieran lectura, escritura y rudimentos de la doctrina cristiana. Los pretendientes a órdenes menores precisaban la aprobación por parte del cura y maestros y conocimiento de la lengua latina (aunque en la mentalidad de algunos autores la ignorancia de la misma no era un obstáculo insalvable para ordenarse, pudiendo compensarse con la aptitud espiritual y las dotes de obediencia) y se les interrogaba además sobre los misterios de la fe y los sacramentos. En el caso de las órdenes mayores se les examinaba de las dotes que tenía el futuro clérigo para enseñar al pueblo la doctrina, así como de lectura y cantos de epístola y evangelio, habrían de ser muy aprobados en religión y aplicados al estudio de la Teología y casos de moral, debiendo conocer el latín, algo de teología y materias relativas a su futuro ministerio.

Autor: Arturo Morgado García

Bibliografía

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