El establecimiento de la Iglesia en los territorios nuevamente conquistados del reino de Granada no responde tanto a la obra de las comunidades misionales o a la iniciativa de la Curia pontificia, cuanto a una obligación asumida por la Corona. Esta es la base del Real Patronato de la Iglesia del reino granadino, consagrado en virtud de las bulas concedidas por el Papa Inocencio VIII, Dum ad illam fidei, de 4 de agosto de 1486, que facultaba al cardenal Mendoza para la erección de las iglesias en los territorios conquistados, y Ortodoxae fidei, de 13 de diciembre del mismo año, que concedía a los Reyes Católicos y a sus sucesores el derecho de patronato sobre los territorios del reino de Granada, las islas Canarias y la localidad de Puerto Real.

El derecho de patronato se articula en un conjunto de concesiones:

  • Facultad del rey para la erección de catedrales, colegiatas, parroquias y monasterios, a través del cardenal Mendoza o de los arzobispos de Sevilla que le sucedieran,
  • Obligación de dotar dichas iglesias, para lo que el papado dispondría la obligación del diezmo, cuya cuantía y tipo de bienes, sin embargo, fijaría Corona,
  • Derecho de presentación de los candidatos a los beneficios mayores (prelaturas y primeras dignidades de cabildos, colegiatas y comunidades conventuales) de dichos territorios ante el Papa,
  • Derecho de presentación de los candidatos a beneficios menores (canonjías, prebendas, curatos, beneficios, raciones, dignidades monásticas, etc…, cuya renta no excediera la cantidad de doscientos florines) ante los ordinarios.
  • El Real Patronato se convierte, de hecho, en uno de los pilares del Estado moderno hispánico y la Iglesia de Granada en una “iglesia de Estado”. Conforme avanza la conquista se erigen las nuevas iglesias; la diócesis malacitana, en febrero de 1488, aunque después de 1492 continuó como sufragánea de la metrópoli sevillana. Las de Almería y Guadix se erigieron ya como sufragáneas de la granadina. En fecha tardía, tras el concordato de 1851, Cartagena, Jaén y Málaga se incluyeron también en la provincia eclesiástica granatense.

El 21 de mayo de 1492 el arzobispo de Toledo Pedro González de Mendoza decretaba la erección y dotación de la Catedral Metropolitana de Granada y de la Colegiata de Santa Fe. El segundo paso fue el decreto de erección de las iglesias parroquiales de la diócesis granadina, promulgado por el arzobispo de Sevilla Diego Hurtado de Mendoza, con fecha de 15 de octubre de 1501. En total se erigieron 98 parroquias, cuya distribución geográfica era: 25 en la ciudad de Granada, 24 en la Vega de Granada, Loja, Alhama, tres en la Costa occidental granadina y 44 en las Alpujarras. Se primaba claramente a las zonas con mayor densidad de población mudéjar, en razón de una estrategia evangélica misional. La oportunidad del decreto de erección de las iglesias parroquiales fue justamente el final del episodio de la sublevación mudéjar (1499-1501). La conversión forzada que le siguió era el triunfo de la línea intransigente y el entramado parroquial habría de ser un instrumento sumamente útil para la evangelización.

Las iglesias parroquiales de la ciudad (en total 34, si se incluyen parroquias y anejos) fueron San Salvador, Sta. María de la O (Sagrario), Sta. María de la Encarnación (Alhambra), San José, San Nicolás, San Miguel, Stos. Pedro y Pablo, San Juan (de los Reyes), San Cristóbal, San Matías, Sta. María Magdalena, San Andrés, San Gil, Stos. Justo y Pastor, Santiago, Sta. Ana, San Blas, Sta. Isabel, San Luis, San Martín, San Bartolomé, San Gregorio, San Esteban, San Ildefonso y San Cecilio. La dotación total fue de un abad, 40 beneficiados y 26 sacristanes. A las citadas hay que añadir la de Sta. Escolástica, suprimida en 1521 y restablecida cuatro años más tarde, y la de Ntra. Señora de las Angustias, fundada como parroquial independiente en 1609. Habida cuenta de la enorme concentración de parroquias en el barrio del Albaicín, no todas prosperaron. En 1508 se unieron San Blas y San Martín a la Colegial de San Salvador. Desaparecieron las de San Esteban y, ya en el siglo XVII, Sta. Isabel. Y no sólo eso, pasado el tiempo las parroquias de San Luis, San Gregorio, San Bartolomé y San Cristóbal acentuaron su dependencia respecto del Salvador; San Miguel y San Nicolás con San José; San Juan de los Reyes, a la de San Pedro; la Encarnación respecto de San Cecilio; Sta. Ana con San Gil, y Santiago a San Andrés. Esa reducción fue ya una sólida realidad en la remodelación parroquial de 1842.

La diócesis comprendía los partidos de la Ciudad, la Vega, la Sierra —estos tres formaban una única vicaría—, las Ciudades —Loja y Alhama—, las Villas, el Valle, la Costa de la Mar y las Alpujarras. Se contaban casi doscientos núcleos de población. Las vicarías foráneas sufrieron algunos cambios a lo largo del tiempo. En 1637 ascendían a diecisiete: Íllora, Iznalloz, Guadahortuna, Montefrío, Montejícar, Moclín, Colomera, Loja, Motril, Salobreña, Almuñécar, Alhama, Béznar, Santa Fe, Narila, Ohanes y Bentarique. Esa división se revisó en busca de una racionalización que hizo prosperar nuevas vicarías en la Alpujarra, a la vez que se reducían las correspondientes a la comarca de las Siete Villas. En el Censo de Aranda (1768) se consignan 183 parroquias para los pueblos y 23 para la capital; los curas ascendían a 281 (con la ratio pastoral más positiva de las diócesis andaluzas: un cura por cada 836 habitantes), siendo el total de sacerdotes de 906 y el clero regular de 2.666. La capital albergaba, según el Catastro de Ensenada, 22 conventos femeninos y 23 masculinos, que se mantuvieron hasta la exclaustración.

El funcionamiento de la Iglesia de Granada precisaba una dotación económica suficiente. En relación, concretamente, con las iglesias parroquiales, en 1779 esta podía cifrarse en:

  • Diezmos: 25% para el arzobispo, 22,22% para la Corona (tercias reales), 22,5% para el beneficiado, 9,25% para el cabildo catedralicio, 9,25% para la fábrica local, 8,33% para el hospital local o comarcal, 2,5% para el sacristán y 0,92% para el hospital mayor.
  • Bienes habices: de época nazarí, incorporados efectivamente a la hacienda eclesiástica cuando quebró el régimen de capitulaciones.
  • Primicias: para disfrute de los curas, salvo la cantidad que correspondía al sacristán.

En un ejercicio de realismo se redujo drásticamente la composición del cabildo catedralicio de Granada, de magnitudes económicamente inviables en su diseño, de forma que quedó compuesto por ocho dignidades y doce canonjías, eso sí con un elevado número de racioneros, medio-racioneros, capellanes y acólitos. No sólo contó Granada con el cabildo catedralicio, sino también con el de la Capilla Real (enterramiento de los Reyes Católicos, Felipe el Hermoso y su esposa Juana, y el príncipe Miguel), el de la colegial del Salvador (en el Albaicín), el del Sacromonte (desde 1609) y los de las localidades de Santa Fe, Ugíjar y Motril.

Los beneficiados tenían la obligación de residir personalmente en sus parroquias y servir sus oficios, principio de residencia que vendría a reforzarse con los decretos tridentinos. En general, el número de beneficiados de la ciudad se mantuvo estable hasta el siglo XVII, salvo en momentos críticos, como la rebelión morisca de 1568-1571, pasada la cual se contaban en la ciudad, sin incluir los de la colegial del Salvador, 32 beneficiados, siendo el total del reino de Granada de 214. Pese a las crecientes necesidades pastorales durante la edad moderna, las autoridades y los mismos clérigos eran reacios al aumento del número de los beneficios. El clero parroquial nunca llegó a las cuatrocientas personas: en la ciudad unos 24 párrocos y 33 beneficiados; en el resto de la diócesis en torno a los 150 párrocos y 170 beneficiados.

Ya en el siglo XVIII se intentaron algunas reformas. El arzobispo Jorge y Galbán, siguiendo las directrices gubernamentales dirigidas a dignificar la labor pastoral de la Iglesia, diseñó un Plan de Curatos en 1787, aunque no entró en vigor hasta más tarde. Suponía incrementar la renta para ochenta curatos mediante la agregación de beneficios. Establecía unos ingresos mínimos para cada cura de 4.500 a 5.000 reales. El beneficiado quedaba como figura subordinada; pero todavía en 1805 existían en la diócesis cuarenta y dos curatos incongruos. Se unía esta medida a los esfuerzos para la formación del clero, desde el seminario tridentino de San Cecilio (heredero del colegio eclesiástico fundado por el arzobispo Talavera) y otros centros de enseñanza (entre ellos la Universidad de Granada, nacida en 1531, y el colegio sacromontano de San Dionisio Areopagita) y, de manera práctica, a través de las conferencias morales para sacerdotes (generalmente por vicarías) muy extendidas en el Setecientos.

A las fábricas de las iglesias se destinaba todo el sobrante de las rentas y bienes raíces, una vez descontadas las retribuciones de beneficios y oficios. Había también para ellas una porción fija, muy pequeña, de los diezmos, además de un juro concedido por la reina Juana en 1511. En cuanto a los habices, se trataba de las “rentas de las haciendas y heredamientos y bienes… que eran dotados en tiempos de moros para mezquitas y alfaquíes y ministros y para cautivos…” Tras la sublevación de 1499-1501, la Corona se había apropiado de ellos, destinando una parte a las iglesias parroquiales (habices eclesiásticos) y otra al rescate de cautivos cristianos (habices de Su Majestad o “de los mezquinos”). En todo caso, eran insuficientes y muy desigualmente repartidos por parroquias.

La relación ad limina de 1675, pese a su brevedad, ofrece un balance estadístico muy completo de la estructura eclesiástica de la ciudad, que contaba con una población cercana a los cincuenta mil habitantes: “…divididos en veinte y dos parroquias, veinte y tres conventos de religiosos, calzados y descalzos, diez y ocho de monjas, los ocho de la obediencia del prelado, los diez de la de los regulares; dos beaterios, un recogimiento de mugeres escandalosas, un colegio o seminario de niñas; trece hospitales de enfermos, huérfanos y expósitos; tiene universidad de todas facultades, y en ella seis colegios, tres de gobierno del prelado, dos de pasantes y quatro de actuales oyentes”.

Las constituciones sinodales que rigieron la diócesis hasta el siglo XX fueron las del arzobispo Guerrero (1572), tras un concilio provincial no aprobado por Felipe II siete años antes. La diócesis de Granada contó con más de treinta prelados a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII y se conformó como un destino episcopal de término, de modo que rara vez se presenta como primer destino para un prelado y son muchos los que acabaron su vida ocupando la sede granatense.

Los primeros tiempos de rodadura de la diócesis vinieron marcados por el reto pastoral de la evangelización de los mudéjares y después moriscos, en la que destacó el “santo alfaquí” fray Hernando de Talavera con sus métodos conciliadores muy avanzados, pero infructuosos, que darían paso al bautismo general de los mudéjares por inspiración de Cisneros y, un cuarto de siglo más tarde, a las medidas adoptadas sobre los moriscos por la Junta de la Capilla Real (1526). El arzobispo Gaspar de Ávalos sobresalió por su labor organizativa de la diócesis y el impulso de la enseñanza, mientras que Pedro Guerrero, a quien le tocó afrontar el episodio final de la tensión con los moriscos (Guerra de las Alpujarras), destacó por su participación en el concilio de Trento al frente de la legación española.

Pedro de Castro fue quien más se empeñó en rescatar, sobre los hallazgos fraudulentos del Sacromonte y la tradición ancestral, la antigüedad de la diócesis de Granada desde los primeros tiempos del cristianismo, revalorizando la figura de San Cecilio, por encima de San Gregorio de Elvira, que sí gozaba de constancia histórica. Se caracterizó por su férreo concepto de la dignidad episcopal y su oposición a la fundación de conventos, estrategia que cambió drásticamente su sucesor, fray Pedro González de Mendoza. El número de prelados durante el siglo XVII fue muy elevado y abundaron los arzobispos absentistas, enfrascados en altas responsabilidades al servicio de la Monarquía Hispánica. Con fray Alonso de los Ríos se vivió una intensificación de la piedad popular, sobre todo tras la peste de 1679, mientras que Martín de Ascargorta, a caballo entre dos siglos, destacó por la defensa de la mitra y el mecenazgo y esplendor artístico de la Iglesia de Granada al inicio del Setecientos.

Entre los prelados de esa centuria se fue imponiendo una creciente estrategia moral y pastoral, de tintes regalistas. Muy implicados en la administración y funcionamiento de la diócesis estuvieron Francisco de Perea o Felipe de los Tueros, mientras que Onésimo de Salamanca tuvo que sufrir la intervención regia de las finanzas diocesanas. Pedro Antonio Barroeta y Antonio Jorge y Galbán pueden considerarse, sin estar en la punta de lanza del movimiento, arzobispos afectos a la Ilustración, mientras que el indiano Juan Manuel Moscoso tuvo que sufrir los agitados tiempos de la invasión napoleónica.

Autor: Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz

Bibliografía

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