Domenico di Alessandro Fancelli nació en 1467 en Settignano, patria de importantes escultores como Bernardo Rossellino o Desiderio da Settignano y donde también se crió Miguel Ángel Buonarroti.  Nada sabemos sobre su formación, permaneciendo en el terreno de la hipótesis la identidad de su maestro, quizá Benedetto da Maiano. En suelo italiano se ha documentado una temprana actividad suya en la fábrica del palacio Strozzi (1491-1493) y se ha remitido a su círculo el relieve de una de las portadas del duomo de Massa con la Madonna entre san Juan Bautista y san Francisco; figuración indudablemente suya, con una evidente relación con la del monumento funerario de Granada.

Ya en la catedral de Sevilla se le atribuye el sepulcro parietal de don Diego Hurtado de Mendoza, Arzobispo de Sevilla (1510). Magnífico de estructura, deducida del mausoleo romano de Pablo II, pero incorporando elementos de la tradición escultórica funeraria florentina. Su comparación con las obras posteriores realizadas para la monarquía evidencia una figuración, incluida la estatua yacente, de calidad sensiblemente inferior, resuelta con una talla rápida y un modelado un tanto esquemático, lo que induce a presuponer su realización con un talante empresarial propio de una gran bottega.

En 1511 recibe el encargo del sepulcro tumular del príncipe don Juan, único hijo varón de los Reyes Católicos, fallecido en 1497. En julio Domenico estaba en Granada copiando un retrato que habría de servirle de modelo para la estatua yacente, partiendo seguidamente hacia Génova para iniciar los trabajos. Estaría concluido a finales de 1512, cuando el escultor se dispone a viajar a España para instalarlo en la iglesia del monasterio de Santo Tomás el Real en Ávila. Su estructura troncopiramidal, inspirada en la del mausoleo de Sixto IV, los remates angulares en forma de monstruosos grifos y la estructuración de la cama sepulcral con tondos flanqueados por hornacinas, serán referenciales para sus posteriores proyectos funerarios, realizados o solo diseñados.    

La obra satisfizo las expectativas de la comitencia regia, pues antes de septiembre de 1513 se le encargaría el mausoleo de los Reyes Católicos por un precio de 2.600 ducados. En marzo del año siguiente, de vuelta ya en Italia, adquiriría veinticinco carretadas de mármol de Carrara, según medidas que coinciden con las del sepulcro real. Es entonces cuando consta documentado como testigo de las compras de mármol efectuadas por Miguel Ángel Buonarroti, lo que demuestra la existencia de una relación amistosa entre ambos. La obra estaba concluida en marzo de 1517, cuando el escultor se disponía a emprender un nuevo viaje a España con el objeto de traerlo e instalarlo en el centro del crucero de la capilla real de Granada, donde permaneció hasta 1603 cuando fue desplazado hacia el lado de la epístola para dejar sitio al de Juana la Loca y Felipe el Hermoso.

Domenico permanecería en España, recibiendo poco después el encargo del sepulcro del cardenal Cisneros, contratado en Alcalá de Henares en julio de 1518 y el de los reyes Juana y Felipe en Zaragoza a finales de año. Según figuran descritos en los contratos, tales monumentos no eran, salvo por los programas iconográficos, sino réplicas del de los Reyes Católicos. La muerte sin embargo arrebataría estos proyectos al escultor de Settignano que, sintiéndose gravemente enfermo, testaría en Zaragoza el 19 de abril de 1519 falleciendo pocos días después. Ambas obras serían traspasadas en mayo y septiembre de ese mismo año al escultor burgalés Bartolomé Ordóñez, quien las realizaría siguiendo los diseños más o menos alterados de Fancelli.

El escultor florentino afrontó la realización del sepulcro real sometiendo a una crítica revisión el anterior monumento de Ávila, redefiniendo mejor su silueta piramidal con la incorporación de cuatro estatuillas de doctores de la Iglesia sobre los ángulos de la cornisa; una solución que, con precedentes en la escultura funeraria italiana del trecento y quattrocento, Fancelli deduciría seguramente del primer proyecto de Miguel Ángel para el mausoleo de Julio II (1505). La figuración está resuelta también con un relieve de mayor resalte que redunda en una valoración más plástica de la superficie del monumento, irguiendo además las imágenes, en un alarde de virtuosismo, respecto del plano atalaudado de la cama sepulcral, soslayando así la incoherente inclinación que afecta a las del sepulcro principesco. La opción por una tipología en forma de pirámide truncada, poliedro con ancestrales connotaciones funerarias, hay que contextualizarla en el ambiente de sugestiones antiquizantes del momento. Aún en Roma se mantenían en pie las de Romulus -desmantalada por Alejandro VI- y Cayo Cestio. Piramidal y escalonado era asimismo el mausoleo de Halicarnaso, imaginativamente recreado por Francesco Colonna en su Hypnerotomachia Polifili. Rafael, con idénticos intereses, diseñaría los sepulcros de Agostino y Sigismondo Chigi de igual forma, sin olvidar el citado proyecto de Miguel Ángel para el mausoleo de Julio II, cuya estructura asumía también una silueta troncopiramidal.

El rey comparece de punta en blanco, con la espada sobre el cuerpo, suscribiendo una imagen marcial inédita en la estatuaria fúnebre del monarca castellano e indisociable del tópico del miles christi,  perfectamente acorde con los méritos escatológicos de los Reyes Católicos reivindicados en el epitafio: Mahometice secte postratores et heretice pervicacie extinctores. La cabeza, de mórbido modelado, es un magnífico retrato, valiéndose el escultor de un prototipo medallístico suministrado por Felipe Vigarny. No así la de la reina, de convencional fisonomía, ataviada con sencilla túnica y manto, sin más insignia regia que la corona y presentando las manos cruzadas sobre el cuerpo, según una solución característica de las estatuas yacentes italianas. A los pies de los reyes dos pequeños leones constituyen una concesión a la tradición funeraria española, siendo raros en la italiana. Emblemático de la realeza, el león es también un ancestral símbolo de la vigilancia a partir de la creencia, recogida ya por Eliano, de que permanecía siempre despierto.

Como en el mausoleo de Ávila los ángulos de la cama sepulcral se metamorfosean en cuatro espléndidos grifos que, asociados ya al arte funerario de la antigüedad, reaparecen en sepulcros florentinos y venecianos del quattrocento, pudiendo invocarse por su monumentalidad, como referenciales de los de Fancelli, los que sostienen el sarcófago del dogo Pasquale Malipiero, obra de Pietro Lombardo. Sus ricos valores ornamentales no son incompatibles, sin embargo, con una tan consciente como culta recuperación historicista de aquellos significados ancestrales que hicieron de estos seres fabulosos los guardianes de riquezas, tal como suscribieron Eliano, Pausanias, san Jerónimo y, en general, el bestiario medieval; significados acordes con el reconocimiento contemporáneo de presçiado tesoro tributado a los cadáveres de los Reyes Católicos.

En los tondos de los lados mayores del monumento se representan, con un claro significado pascual, el Bautismo y la Resurrección, composiciones piramidales presididas por los delicados desnudos de unos Cristos de facciones verrocchiescas. La composición del primero recuerda las versiones de Giovanni Bellini (Vicenza), Andrea Ferrucci (Pistoia) o Andrea Sansovino (Florencia). La del segundo, más comprometida e innovadora respecto de la tradición iconográfica cuatrocentista, representa oblicuamente al Resucitado saliendo de un sarcófago que asoma del interior de una gruta, evocando la versión de Macrino d’Alba en la cartuja de Pavía. En un imperceptible stiacciato se representa a un lado el Encuentro con los discípulos de Emaús. En la cabecera y pies se sitúan las efigies ecuestres de San Jorge y Santiago, deducidas de uno de los relieves trajaneos del arco de Constantino que muestra al emperador a caballo reduciendo a unos bárbaros, pasaje muy reproducido por ende en los taccuini que circulaban por los talleres artísticos del Renacimiento. No obstante la interpretación de Fancelli en el primero de los tondos queda filtrada por experiencias rafaelescas. Se completa la escena con la figura de la princesa cautiva y un paisaje coronado por un castillo, tratados en un relieve muy plano. El Santiago Matamoros, incorporando en schiacciato al ejército musulmán batiéndose en retirada, es de valores pictóricos superiores a los otros relieves. Los cuatro hacen gala de un clasicismo impregnado de esa grazia y dolcezza florentinas tan seductoras. Flanquean los tondos una sucesión de hornacinas que albergan las imágenes sedentes de los doce apóstoles, deparándonos un muestrario de magníficas cabezas con fisonomías y modelados distintivos. Las incisivas y graves caracterizaciones de Andrés y Pedro evocan realizaciones de Pietro Lombardo; el efébico rostro del Evangelista se alinea con los mejores productos de su hijo Tullio, mientras que la extática expresión de Santiago remite a tipos de Perugino y Rafael. Dos apóstoles conservados en la iglesia de san Pietro en Avenza recuerdan poderosamente los del sepulcro real, relacionándose su autoría con Pietro Aprile, escultor documentado en el taller de Ordóñez y quizá anteriormente colaborador de Fancelli.

En la cabecera y pies los escudos reales y el epitafio están sostenidos por parejas de angelotes, inequívocamente filiales de los esculpidos por los Rossellino y Desiderio da Settignano. También de raigambre florentina, aunque derivados en último término de prototipos clásicos, son las dos parejas de bellísimos ángeles que en los lados mayores sostienen la heráldica orlada por guirnaldas de frutos. Se relacionan estrechamente con los esculpidos por los hermanos Rossellino en el mausoleo del Cardenal de Portugal. Iguales a estos los repetirán poco después Verrocchio en los modelos en terracota para el monumento Forteguerri (Louvre) y Benedetto de Maiano en los altares de Sant´Anna dei Lombardi en Nápoles y San Agostino en San Gimignano. Rafael nos dará una fiel versión de ellos en la Resurrección del Museo de Sao Paulo y en la Madonna del Baldaquino. La parte superior del friso se decora con motivos heráldicos, divisas reales y trofeos militares. En la inferior, enmarcados por festones de guirnaldas, se representan temas extraídos del bestiario, la vánitas y la Biblia expresando una reflexión sobre la vida del cristiano y sus expectativas ultraterrenas: el ave fénix y el pelícano; un tritón alado y una pareja de ictiocentauros con una cría -la hembra deducida de la Galatea de Rafael-; un hipocampo alado y una calavera rodeada por serpientes; Adán y una Eva de rafaelesca belleza acompañada de sus hijos.

El estilo de Fancelli se alinea con la versión más idealizada de un clasicismo que, hundiendo sus raíces en la plástica de Ghiberti, consiguió desplazar el expresivismo realista donatelliano de la mano de unos cuantos escultores: los Rossellino, Desiderio da Settignano, Mino da Fiesole y Benedetto da Maiano. Esta cultura figurativa, renovada por influencia de Rafael, va a seguir vigente en las primeras décadas del cinquecento con exponentes tan relevantes como Andrea Sansovino o Tullio Lombardo. De ella participaría la plástica del escultor de Settignano, desinteresada bien es cierto del lenguaje de Miguel Ángel, pero comprometida con las realizaciones coetáneas de los ambientes artísticos florentino y romano. En ellas Domenico encontraría la reafirmación de su poética cultural cifrada en un clasicismo culto, elegante y delicado, sancionado además por el De Sculptura de Pomponio Gaurico que, publicado en Florencia en 1504, reivindicaría a los citados escultores toscanos -de Ghiberti a Sansovino- y a otros nórdicos como Pietro Lombardo y sus hijos Antonio y Tullio, ingredientes todos del bagaje artístico de Fancelli.

El relieve practicado por Fancelli certifica su formación en este ambiente escultórico postdonatelliano, empleándose con habilidad en el stiacciato con el que salda episodios secundarios de sus composiciones, sin hacerlo extensivo sin embargo a las figuras protagonistas, destacadas con un prominente relieve. Tal recurso, que conecta con el primer Ghiberti anterior a las puertas del Paraíso, supone la renuncia deliberada a extraer las máximas posibilidades pictóricas del relieve, restando coherencia a sus construcciones espaciales. Y aunque tal ambivalencia fue también característica de Benedetto da Maiano o Andrea Sansovino, las elaboradas composiciones prospécticas de estos nunca fueron patrimonio del escultor de Settignano. Roma será también un episodio decisivo para su carrera artística, adoptando allí las tipologías para sus monumentos funerarios, pero también soluciones iconográficas y ornamentales. Su seducción por la estatuaria clásica, restringida a los temas ecuestres de los tondos, resulta muy limitada en comparación con la exquisita y refinada ornamentación augustea y flavia que exhiben sus realizaciones escultóricas, mediando seguramente el culto repertorio decorativo de los sepulcros y altares romanos del prolífico escultor lombardo Andrea Bregno. Obra maestra del arte sepulcral del Renacimiento, el mausoleo real fue admirado en 1526 por el embajador veneciano Andrea Navaggero que lo consideró assai bello per la Spagna.

Autor: Miguel Ángel León Coloma

Bibliografía

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REDONDO CANTERA, Mª José, “Los sepulcros de la Capilla Real de Granada”, en ZALAMA, Miguel Ángel (dir.), Juana I en Tordesillas: su mundo, su entorno, Valladolid, Ayuntamiento de Tordesillas et al., 2010, pp. 185-214.  

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