La importancia de Francisco Merino en la platería manierista española es capital, ya que, gracias a sus creaciones, se inició este nuevo camino estético que triunfará durante la primera mitad del siglo XVII. Sin duda, su obra siempre ha merecido palabras de elogio y admiración, no sólo por la genialidad de sus diseños sino también por la alta calidad de sus trabajos. El propio Francisco Pacheco lo colocó entre la vanguardia artística de su época, singularizándolo entre los pintores y escultores españoles más renombrados y sobresalientes. Admiración que se ha mantenido hasta la actualidad entre reputados especialistas en la materia, como Oman, Hernmarck, Cruz Valdovinos o Heredia Moreno, que siempre vieron en él uno de los más destacados representantes de la platería española de todos los tiempos. Tan alta consideración se ha debido fundamentalmente a sus principales obras, como fueron las arquetas de San Eugenio y Santa Eulalia de la Catedral de Toledo, y sobre todo la cruz patriarcal de la Catedral de Sevilla, sin lugar a dudas, su creación de mayor repercusión e icono a seguir para la mayor parte de los plateros posteriores, debido fundamentalmente a su significación como prototipo de cruz procesional nacida del nuevo ideario del Concilio de Trento.

El platero era oriundo de la ciudad de Jaén, siendo sin duda uno de los mejores lugares para su formación clasicista. De hecho, la construcción de la fábrica catedralicia con Vandelvira a la cabeza, la presencia de artistas eruditos como Machuca, y, en el ámbito de la orfebrería, la presencia del iniciador del Renacimiento en la platería española, Juan Ruiz el Vandalino, son pruebas suficientes para comprender la altura cultural de la ciudad y el abono enriquecido para la formación de las generaciones posteriores de artistas, entre los que destacó Merino. Su labor se centró en diversas ciudades andaluzas y en Toledo, lo que viene a decir bastante de su espíritu emprendedor y de la alta consideración que se tuvo de su obra, lo que permitió una extensa difusión de su creatividad. A través de estas estancias se han determinado varias etapas vitales en su biografía. Poco se conoce de sus primeros años jienneses hasta que decide trasladarse, en 1565, a la capital imperial para labrar la arqueta de San Eugenio. En 1575 regresa a su ciudad natal desde donde es llamado en 1579 a Sevilla por los canónigos de su catedral para el concurso de adjudicación de la monumental custodia catedralicia que finalmente recayó en su compañero Juan de Arfe.  Luego regresa nuevamente a Jaén, tras una breve estancia en Córdoba, donde labra varias obras de plata. En 1583 recibe otro gran encargo, las andas de la custodia de la Catedral giennense, además de continuar con su labor como platero catedralicio, trabajando para diversos templos de la ciudad y su antiguo reino. En 1587 se traslada otra vez a Sevilla, momento en el que ofrece al cabildo hispalense la cruz que centra nuestro estudio, para posteriormente volver a Jaén aunque por poco tiempo, ya que a partir de 1589 se establece definitivamente en Toledo hasta su muerte en 1611. En este último periodo y para su Catedral labrará otras obras de vital importancia como fueron la Urna de Santa Leocadia, terminada en 1592, o el Lignum Crucis de Santa Elena, concluido en 1601, además de tasar y trazar otras obras para diversos templos del extenso arzobispado toledano.

Autor: Antonio J. Santos Márquez

Bibliografía

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