El colegio de los irlandeses abrió sus puertas en Sevilla en 1612. Su fundador fue el eclesiástico irlandés Theobald Stapleton, cuyo objetivo era el establecer un seminario en la ciudad para que sus connacionales, católicos y exiliados a la península Ibérica, pudieran formarse en materias propias de una educación superior. La elección de este enclave obedeció a la notable presencia de una comunidad irlandesa, asentada en la urbe hispalense e integrada en la actividad comercial local y redes mercantiles a gran escala generadas en torno al puerto de Indias. Como referente cultural, se presentaban las circunstancias propicias para su institucionalización. Distintas fuentes manuscritas aluden a una “Junta o Seminario de estudiantes irlandeses de Sevilla” precedente, financiada por las limosnas que autorizó en junio de 1612 el nuncio en España, Antonio Caetani, se pudieran pedir por toda España, a instancias del jesuita Richard Conway. Se decía que esta primigenia corporación nacional se hallaba en la collación del Sagrario, hacia el Horno de las Brujas, y serviría de base al padre Stapleton, ya que sus miembros habrían fallecido como consecuencia de la peste ese mismo año.

Original o renovado, este sacerdote contó en su empeño con la mediación del duque de Bragança, cuyas cartas de credencia le proporcionarían el apoyo necesario para que el arzobispo de Sevilla, el asistente de la ciudad y distintos particulares le asistieran en la ejecución de su proyecto. Procedente de Lisboa, llegó ese mismo año junto a un grupo de estudiantes para darle corporeidad. Con el patrocinio inicial del canónigo Félix de Guzmán, tío del futuro conde-duque de Olivares y obispo electo de Mallorca, el colegio se puso bajo la advocación de San Patricio, patrón de la nación, de la Pura Concepción, título que generaría cierta confusión con el colegio de las Becas, y de la Santa Fe Católica, nombre añadido en 1620 en la relación fundacional por Richard Conway, primer rector jesuita.

Sin rentas fijas y dependiendo de la limosna, el seminario se ponía en funcionamiento. En origen, se ubicó en las casas conocidas por el corral de Juan Ponce, en el barrio del Potro, parroquia de San Lorenzo, cerca de la Alameda. Sería en 1616 cuando ocupase un establecimiento permanente en una casa donada por el sevillano Gregorio de Medina Ferragut en la calle de la Garbancera, también conocida popularmente como de los Chiquitos por educarse niños nobles en este centro que en la época también se denominaría “Seminario de nobles niños irlandeses”. El edificio, con un patio que daba a la Alameda, fue ampliándose con la progresiva compra de los inmuebles adyacentes en 1656, 1717, 1720, 1721 y 1734. Carente de una biblioteca propia, llegó a contar con una portería decorada con el martirio del fundador Theobald Stapleton, una sacristía y una pequeña capilla donde oficiar su culto de forma privativa, para cuyo retablo el artista sevillano Domingo Martínez pintó siete escenas de la vida de San Patricio.

Esta nueva fundación educativa generó ciertas reservas en el seno de la provincia Bética de la Compañía de Jesús por la competencia que podría surgir con el colegio de los ingleses o de San Gregorio, del que era rectora. Durante sus siete primeros años de vida, el seminario irlandés fue regido por dos sacerdotes naturales y cuatro castellanos sin suscitarse ningún tipo de problema. Sin embargo, por decisión de Felipe III, el 25 de julio de 1619 se puso bajo la administración de la Societas Iesu, adoptando la misma resolución que en los colegios de los Irlandeses de Santiago y Lisboa. Conforme al decreto regio, su primer rector fue el mencionado jesuita Richard Conway, bajo cuya dirección, el ignaciano Michael Cantwell se encargó de inventariar todos los bienes colegiales y hacer una relación de los alumnos matriculados hasta entonces. Con capacidad de entre doce y quince estudiantes, este número no se alcanzaría y oscilaría en torno a los cinco de media. Pese a que en sus constituciones no se recogió un máximo de matriculados, el ingreso de irlandeses fue constante. En cierto modo, su reducida matriculación trataría de evitar controversias con el colegio de los ingleses de la ciudad o acaparar una mayor financiación, lo que podría suscitar alguna disputa. Esta circunstancia podría explicar cómo entre sus paredes también fueron acogidos temporalmente otros estudiantes españoles, miembros del instituto.

Con un objetivo educacional, se encargó de la instrucción integral de jóvenes irlandeses que adquirían al ingresar el compromiso de regresar a su patria para aplicarse en la predicación y administración de los sacramentos. Este juramento les conduciría a integrarse en la Misión de Irlanda, la estructura de patronato regio creada por la monarquía de España en 1610 para la preservación del catolicismo insular. Los colegiales se identificaban por su manto azul oscuro y una beca parda que llevaba bordado JHS como signo de distinción. Estudiaban tres años de Artes y cuatro de Teología en el también colegio jesuita de San Hermenegildo. Las aplicaciones prácticas de estos conocimientos teóricos discurrían en el propio centro mediante ejercicios literarios y de gramática, lecciones, conferencias escolásticas (lunes, martes y miércoles) y sobre casos de moral (domingos), controversias (viernes) y sabatinas. Este programa formativo fue implementado desde la rectoría, conforme a los parámetros de la Ratio Studiorum. En ciertos casos, se puede observar cómo fueron empleados para tareas asistenciales en la catedral o archidiócesis de Sevilla, lo que les permitió ir cogiendo experiencia en las labores que desempeñarían como misioneros. Concluido su período formativo, eran ordenados sacerdotes extra tempora, conforme a la bula pontificia de Paulo V de 1617. La mayoría se embarcaba hacia Irlanda como misioneros, mientras que otros optaban por tomar los votos de la Compañía de Jesús. Las letras de algunos egresados y su dedicación catequética en aquel reino se vieron reconocidas con nominaciones y consagraciones episcopales: Edmund Brun, arzobispo de Dublín; James Lynch, arzobispo de Tuam y Luke Fagan, obispo de Meath y arzobispo de Dublín.

Frente a esta dedicación educativa y la gerencia jesuítica surgieron diversas desavenencias. Hasta 1687 el cargo de rector fue ostentado por irlandeses y cualquier intento por mudar la procedencia del rector a un jesuita español se encontró con la oposición de los propios colegiales. Sin embargo, las quejas acerca de la irregular gestión y el maltrato hacia sus personas no dejaron de sucederse. La expulsión de tres estudiantes en 1692 derivó en una querella, presentada por uno de ellos en Roma. Tras una investigación y el cruce de acusaciones acerca de las actividades y comportamientos indecorosos de los alumnos, la problemática acabaría por resolverse sin mayores consecuencias.

La administración de los limitados recursos económicos fue una de las principales críticas hacia los rectores. Si bien en la época se le juzgó como uno de los mejor provistos de rentas, la cortedad de medios y la pobreza fueron una constante durante los años que permaneció en funcionamiento. El sustento del arzobispado hispalense, el cabildo y las donaciones particulares en forma de limosna para la celebración de misas resultaban insuficientes para su mantenimiento. En 1639, Felipe IV situó un juro de 400 ducados en las alcabalas de Sevilla, primero, y en a repartir por mitad con el colegio de los irlandeses de Salamanca. El destino de esta cantidad era servir de ayuda para costear el viaje de los misioneros hasta los puertos de embarque, a saber la propia ciudad hispalense, Sanlúcar de Barrameda, Cádiz o Málaga. La impuntualidad en el cobro, así como su traslado en 1652 a las alcabalas granadinas de Almuñécar, Motril y Salobreña privaron al colegio de una fuente de financiación que acabaría quebrando en 1677, sin librarse los débitos caídos.

A lo largo del siglo XVIII, la situación no mejoró y el colegio experimentó un progresivo declive por falta de medios económicos y patrocinadores. La pérdida de la hegemonía económica de Sevilla, reemplazada por Cádiz como epicentro mercantil en el Atlántico, tuvo su reflejo en la institución, cada vez más empobrecida. Ni siquiera la mayor afluencia de colegiales procedentes de la provincia de Leinster, donde radicaban los principales negocios de la comunidad que tenía su firma en Sevilla, suplieron tales carencias. No obstante, estas estrecheces económicas no fueron óbice para que el colegio continuase con su actividad hasta 1767. Con el decreto de Carlos III para la expulsión de los jesuitas de España de 3 de abril, cerró sus puertas definitivamente y el edificio y la capilla quedaron en desuso. Sus rentas y bienes fueron incorporados al seminario de su nación de Salamanca, secularizado, y los cuatro colegiales que quedaban pasaron al colegio de las Becas, si bien uno de ellos acabaría trasladándose a la ciudad helmántica para finalizar sus estudios.

Autor: Cristina Bravo Lozano

Bibliografía

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