Fundado por el jesuita inglés Robert Parsons (1546-1610), el Colegio de los Ingleses de Sevilla abrió sus puertas el 12 de noviembre de 1592. El incremento de alumnos en el seminario de San Albano de Valladolid, establecido dos años antes por dicho ignaciano, evidenció la necesidad de disponer de un segundo centro en la Península Ibérica para la formación superior de jóvenes ingleses católicos. La ciudad hispalense ofrecía garantías suficientes para su instauración en el marco de institucionalización de las comunidades estudiantiles procedentes de Inglaterra recibidas en Castilla tras 1588. Sus antecedentes se hallan en la visita que Parsons realizó a Sevilla en 1590, mientras se dirigía a Sanlúcar de Barrameda para resolver diversos problemas de sus compatriotas prisioneros de guerra y condenados a galeras. Durante los casi dos años que el jesuita permaneció en el enclave gaditano, organizó una residencia para una pequeña comunidad de sacerdotes ingleses que prestaban servicio religioso a los comerciantes que recalaban en su puerto, en el espacio cedido por la Hermandad de San Jorge y que, durante decenios, terminaría contando con el apoyo de los distintos cónsules católicos de Inglaterra que se sucederían en el cargo.

La aceptación e integración que tuvieron los exiliados de esta nación en Andalucía durante el reinado de Isabel I, la pujanza económica de la zona, la inclinación popular para su acogida y la disposición de un puerto de referencia a escala internacional con fluidas conexiones mercantiles con aquella isla fueron factores determinantes para la fábrica del colegio en Sevilla. Tras la visita de Felipe II al colegio de San Albano de Valladolid, Robert Parsons regresó a la ciudad hispalense con cuatro estudiantes, el núcleo originario de su seminario. El monarca español patrocinó la obra y pidió al cardenal Rodrigo de Castro, arzobispo metropolitano y descendiente de los reyes ingleses por la rama Lancaster, que le favoreciese en la activación del centro. En este proyecto tan publicitado por el jesuita, también contribuyeron distintos eclesiásticos y aristócratas andaluces con quienes el propio Parsons estableció una estrecha amistad. Este fue el caso del obispo de Jaén, Francisco Sarmiento; del obispo auxiliar de Sevilla, Francisco de Carvajal; de los duques de Medina Sidonia, Arcos, Alcalá, Béjar y Sessa, de los marqueses de Priego y Ayamonte, la marquesa de Tarifa y otros particulares, como los veinticuatro Juan de Arguijo o Miguel de Jáuregui.

El 11 de mayo de 1594, una bula de Clemente VIII sancionó su constitución formal, otorgándole los mismos privilegios que al colegio de San Albano. El gobierno del seminario se entregó a la Compañía de Jesús de la provincia Bética. Se concibió como una misión bajo la protección de la Santa Sede, como los seminarios de Valladolid, Roma y Saint Omer, pero con un rector español nombrado por el provincial. El primero en ocupar este cargo fue el jesuita Francisco de Peralta quien administraría el centro entre 1592-1607 y 1612-1621. Dentro del organigrama, próximo a la estructura provincial, se contemplaba el nombramiento de un prefecto y dos viceprefectos ingleses, lo que provocaría distintas fricciones con el rector, y generaría reiteradas quejas por la administración de la Societas. El jesuita Joseph Creswell (1557-1623) se encargó de la procuración del colegio y la viceprefectura de los ingleses, miembros del instituto, en España.

En origen, el seminario se ubicó en una casa alquilada en la plaza de San Lorenzo, trasladándose a comienzos de 1593 a unos inmuebles de la plaza de la Magdalena. Dos años más tarde, en el mes de marzo, se instaló definitivamente en una de las principales arterias de la ciudad, la calle de las Armas (actual Escuela de Estudios Hispano-Americanos e iglesia de San Gregorio, en la calle de Alfonso XII), en unas propiedades de María Ortiz de Sandoval, procedentes de los mayorazgos de los señores de Castilleja. Esta localización integró al colegio en el centro de la vida social y cultural de Sevilla, lindando con el palacio del duque de Medina Sidonia, delante del colegio de San Hermenegildo -donde tomaban lecciones los colegiales de filosofía y teología- y cerca de la Casa Profesa ignaciana. Tras las obras de remodelación y ampliación con la adquisición de casas aledañas, se celebró la primera misa en la iglesia un año después.

Dada su intencionalidad formativa, el colegio se puso bajo la advocación de San Gregorio Magno, el papa que favoreció la conversión de anglos, sajones y jutos al cristianismo en el siglo VI, siendo llamado por el afamado monje benedictino Beda el Venerable como el “apóstol de Inglaterra”. Siguiendo el ejemplo de Valladolid, el centro se destinó a la educación de seglares ingleses que se dirigirían a las misiones que la Compañía de Jesús estaba desarrollando en su patria desde hacía más de una década para la conservación del catolicismo. Estos colegiales se instruían en los parámetros definidos por la Ratio Studiorum. Su educación se articulaba en torno a un programa específico basado en distintas materias, teóricas y prácticas, que les capacitaban para el ministerio religioso al que estaban destinados. Con el viático de cincuenta ducados de plata concedido por el monarca, y extraído de la hacienda real de la Casa de la Contratación de Sevilla –como se practicaba con los estudiantes ingleses de San Albano de Valladolid y San Jorge de Madrid–, los egresados se aparejaban para embarcarse rumbo a Inglaterra. En repetidas ocasiones, algunos de estos misioneros fueron arrestados, tras ser descubiertos ejerciendo como sacerdotes en algún punto de la isla. Se les acusaría de espías, traidores, rebeldes al poder establecido e infractores de las leyes regnícolas. Algunos de ellos, como Thomas Hunt o Henry Walpole, fueron ajusticiados por esta causa, convirtiéndose en mártires católicos.

A lo largo del siglo XVII, muchos estudiantes llegaron a Sevilla para concluir sus estudios, procedentes del seminario de su nación de Saint-Omer (1593). Su movilidad educativa por el continente les proporcionaba un conocimiento idiomático de gran utilidad en una ciudad tan cosmopolita. Tal manejo de lenguas les permitía aplicarse, a modo de experiencia previa antes de regresar a Inglaterra, en la asistencia de los extranjeros que recalaban en el puerto hispalense, permanecían en los hospitales o que estaban recluidos en las cárceles de la urbe. Aparte de su ingreso en la Compañía, y conforme a la advocación del colegio, otros tantos estudiantes no recibieron las órdenes sacerdotales y tomaron los hábitos benedictinos, sin diferir de su objetivo misionero.

Carente de rentas permanentes para su mantenimiento, las estrecheces económicas del colegio fueron constantes durante los casi dos siglos que permaneció en funcionamiento. Su principal fuente de ingresos procedía de las limosnas particulares, del mecenazgo de algunos estudiantes y de la asistencia regia. Frente a la disposición de múltiples benefactores en sus inicios, a lo largo del siglo XVII comenzaron a decrecer las generosas donaciones de eclesiásticos, aristócratas y particulares, y se registraron varias fases de crisis que comprometieron su subsistencia. En 1646, la deuda provocada por irregularidades administrativas, ocasionó un acusado descenso cuantitativo de alumnos. Se pasó de diecisiete matriculados a cinco, número que no se recuperaría con posterioridad. En distintos momentos, tales circunstancias obligaron a acudir a los subsidios del cabildo de la ciudad y a la ayuda pecuniaria de la catedral metropolitana. Eventualmente, se presentó el colegio como una escuela de mártires para captar recursos y mover voluntades hacia su favorecimiento. Incluso, fueron los propios estudiantes quienes, pese a lo vergonzante de la práctica, se vieron obligados a apelar a la caridad popular para obtener algún dinero con que sustentarse.

La mejora en la situación de los católicos en Inglaterra a finales de la centuria, la pérdida de pujanza económica de una Sevilla eclipsada por el progresivo auge gaditano, la aparición de problemáticas locales más acuciantes tras la peste de 1649, y la detención en el flujo de estudiantes procedentes de Saint Omer -como consecuencia del impacto de las guerras con Francia- agudizaron aún más la falta de medios y la reducción de la nómina de colegiales. En 1693 fue ordenado el último alumno de origen inglés. Fue casi veinte años después, en 1710, cuando el colegio retomase su actividad formativa por las pretensiones de los dominicos de San Pablo de Sevilla, muy relacionados con Irlanda, para que se les transfiriese su administración. A partir de entonces, y salvo casos puntuales, los libros de matrícula reflejan el predominio de estudiantes irlandeses que se sufragaban su mantenimiento y algunos convictores españoles que acudían al centro para formarse y suplir esta merma.

El colegio de los Ingleses se insertó plenamente en el entramado urbano hispalense, la vida de la ciudad y fue escenario de los infortunios que sufrió Sevilla, como la riada del Guadalquivir de 1626 que afectó a la estructura del edificio o la peste de 1649 que causó algunas bajas entre la comunidad. A nivel cultural, la institución participó activamente en distintas festividades de naturaleza religiosa y fue escenario de distintas representaciones teatrales y concursos de poesía que atraían el interés popular. También se imbuyó de los gustos barrocos locales. Pese a sus dificultades económicas, distintos artistas de la escuela sevillana fueron los encargados de decorar la iglesia y sus estancias con un programa iconográfico dirigido a la exaltación de su santo patrón, la Compañía de Jesús y la vocación mariana de los colegiales, firmes defensores del dogma inmaculista. Obras como el Triunfo de San Gregorio, pintada por Juan de Roelas en 1608 para el altar mayor, el Martirio de Santo Tomás de Canterbury de Francisco Herrera el Viejo, un apostolado extraído de los grabados de Hendrick Goltzius, un Ecce Homo de Juan Martínez Montañés, la Virgen del Rosario atribuida a Luisa Ignacia Roldán, la Roldana; la anónima Virgen de los Ingleses, los santos de la Compañía de Jesús o una serie de ocho santos reyes y santas reinas de Inglaterra, cuya autor se piensa pudo ser Francisco Pacheco, se constituyen como las principales piezas reunidas en el propio centro.

En 1767, tras la expulsión de la Compañía de Jesús, el colegio cerró sus puertas. Ante la orden de Carlos III, el obispo in partibus Richard Challoner (1691-1781) se adelantó a reclamar la titularidad de los seminarios ingleses fundados en España, en nombre de la jerarquía católica de su nación. Por orden extraordinaria de 8 de septiembre, se unificó junto con el colegio de los Ingleses de Madrid en el primigenio seminario de San Albano. Allí se traspasaron las pocas rentas de las que disfrutaba y hasta la ciudad pucelana llegaron muchas de las referidas obras arte, mientras otras se conservan en la Real Academia de Medicina de Sevilla, que ocuparía posteriormente el edificio. Asimismo, una parte de su biblioteca también se destinó a Valladolid, si bien muchos volúmenes pasaron a engrosar los fondos de la Universidad hispalense y de la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla de la Universidad Complutense de Madrid.

Autora: Cristina Bravo Lozano

Bibliografía

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