Se consideran cofradías o hermandades grupales aquéllas que reúnen con una finalidad religiosa y benéfica a miembros de un grupo social pre-configurado; cuando este grupo se define por el lugar de origen de sus integrantes se trata de cofradías “nacionales”. Esta realidad deriva de los fenómenos migratorios propios del Antiguo Régimen, en confluencia con las costumbres religiosas de los laicos. En aquella época se entendía por nación el lugar de nacimiento o procedencia, lo que sin duda definía unos rasgos de paisanaje mantenidos incluso a muchos kilómetros de distancia. Entre las funciones implícitas de las cofradías, como bien las definió Isidoro Moreno, se encuentra la de defender los intereses de determinados grupos sociales que ya mostraban cohesión interna a través de la fórmula confraternal y todo ello bajo la protección que otorgaba lo religioso (trascendente) a las actividades humanas. En este sentido, las cofradías nacionales cumplieron perfectamente su papel.

Entre ellas cabe distinguir dos modalidades, cofradías de súbditos del propio monarca español, conocidas como cofradías de “naturales”, y cofradías de extranjeros. Las primeras, que no hay que confundir con sus homónimas americanas (cofradías de indios en la América colonial en un contexto netamente evangelizador), se encuentran integradas en España por forasteros procedentes de otras regiones, provincias o reinos de la misma Monarquía Hispánica, de ese conglomerado de pueblos peninsulares puestos bajo la misma Corona, cada uno con sus propias características socio-culturales e incluso forales. La movilidad interior favoreció la aparición de colonias de personas oriundas de un mismo lugar, siendo emblemáticas las establecidas en la corte. Ciertamente en Madrid localizó Rumeu de Armas cofradías de navarros (San Fermín), de gallegos (Santiago), de andaluces (San Fernando), de vizcaínos (San Ignacio), de montañeses (Nuestra Señora de la Bien Aparecida) o de indianos de Nueva España (Nuestra Señora de Guadalupe); a ellas habría que añadir de peruanos, riojanos, asturianos, aragoneses, catalanes, valencianos y castellanos de las más diversas procedencias, que conocieron un gran florecimiento en el siglo XVIII. Es un fenómeno observable en grandes ciudades, donde esos colectivos de “naturales” alcanzaban cierto volumen y, gracias a estas corporaciones, mantenían vivas sus devociones ancestrales junto a los vínculos de solidaridad establecidos entre ellos.

No faltaron en las grandes capitales andaluzas. Son conocidas en Sevilla la hermandad de aragoneses de Nuestra Señora del Pilar, de origen medieval y con hospital propio, y la de catalanes de Nuestra Señora de Montserrat, ya al mediar el siglo XV, que derivó en la penitencial de la Conversión del Buen Ladrón. Y especialmente las residentes en la Casa Grande de los franciscanos, convento y orden proclives al acogimiento de estos colectivos; allí radicaban las de burgaleses (Concepción de María, obra de Duque Cornejo, actualmente en el convento del Ángel), fundada en 1522 principalmente por comerciantes de paños, la de vizcaínos (Piedad), instaurada en 1540, con abundantes capellanías y auxilio económico y espiritual para sus asociados, además de una acapilla de considerables dimensiones que albergaba un órgano y sacristía (su retablo preside hoy la iglesia del Sagrario), y la de castellanos (San Antonio), que data de 1563, también de comerciantes. Todas ellas se llamaban capillas de “Naciones” por el sentido identitario que las aglutinaba en suelo extraño. También fue célebre en Cádiz la cofradía de la Humildad y Paciencia, regentada por  cargadores de Indias vascos, cuya fundación se remonta a 1621, aunque el colectivo de pilotos vizcaínos antecedente se rastrea desde el reinado de los Reyes Católicos. La temprana presencia de estos grupos en la Baja Andalucía es fiel expresión del auge económico que conoció la región, sobre todo como consecuencia del comercio colonial.

En Granada hubo una cofradía de gallegos bajo la advocación de Nuestra Señora de la Consolación, fundada a finales del siglo XVII (con práctica procesional junto a la antigua hermandad de la Vera Cruz), y otra de montañeses y asturianos con título de Nuestra Señora de Covadonga, erigida a comienzos del siglo XVIII, pero heredera de otra anterior donde se concentraban naturales de aquellas provincias. Y es que la granadina hermandad de Nuestra Señora y san Roque, nacida poco después de la conquista de la ciudad, dispuso de ermita propia, germen de la parroquia de Santa María Magdalena; en su origen la integraban montañeses y muchos continuaron en la hermandad que le sucedió, con título de Purificación y Ánimas, de la que nació la de Covadonga el 24 de febrero de 1702 con aprobación del arzobispo D. Martín de Ascargorta. Lógicamente esta advocación adquirió un profundo simbolismo en la última ciudad que se mantuvo bajo la dominación musulmana en España. Sus miembros reclamaban su supremacía frente a otras cofradías radicadas en la misma parroquia, hasta su desaparición poco después de 1820.

De estas cofradías de “naturales” las mejor conocidas son las de vascos, que llegaron a tener en España e Indias un sólido sistema de relación –a modo de agencias para gestionar negocios y peticiones, en opinión de A. Angulo-, creando redes de paisanaje, preocupadas de las suerte de los emigrantes, su educación, su colocación, su ascenso en la carrera funcionarial, militar o incluso eclesiástica y, en suma, su estabilidad económica ligada a sus lugares de origen, sin despreciar la dotación de rentas, patronatos y capellanías. Como se observa, las cofradías de este tipo radicaron  con comodidad en conventos mendicantes, no en iglesias parroquiales, también incluso en templos y hospitales propios. Era sin duda un reclamo para aquellos forasteros fuera de su patria chica, que fortalecían sus necesidades materiales y vínculos inmateriales. Y a la vez obtenían la confianza y el respaldo de la Corona.

La segunda modalidad de cofradías nacionales son aquellas integradas por extranjeros, es decir, súbditos de otros monarcas que residían en suelo hispano. Como las anteriores, deben considerarse cerradas en función de la procedencia de sus cofrades, aunque en este caso se añade un matiz importante: el colectivo no se consideraba “naturalizado”, español, y por tanto la necesidad de cohesión de sus miembros era mayor, tanto en la afirmación de su identidad cultural como en la defensa de sus intereses, que podían verse comprometidos por los avatares de la política internacional, por no mencionar las sospechas de heterodoxia que se cernían sobre muchos de esos extranjeros. En la bonanza cumplían a la perfección su papel de representación y en la adversidad el de refugio, en el marco de una sociedad altamente corporativa.

Los extranjeros formaban colonias boyantes en las más importantes ciudades españolas; de nuevo Madrid sirve de referencia, contándose allí hospitales de italianos (San Pedro), portugueses (San Antonio), flamencos (San Andrés) y franceses (San Luis), todos ellos constituidos en apenas veinte años, entre 1598 y 1615. Muchos extranjeros se “naturalizaban”, pero aún sin llegar a este nivel hubo entre ellos personajes destacados, sobre todo en el ámbito del comercio y las finanzas, junto a reputados artistas e ingenieros y una masa bastante extensa de criados y dedicados a diversos oficios, entre los que sobresalen los franceses en el Noreste peninsular. En todo caso, la pertenencia a una hermandad propia despejaba dudas sobre la ortodoxia de su catolicismo y lo común es que atesoraran, junto a sus constituciones, cuantas cédulas reales y documentos podía favorecerles al servicio de su comunidad, preservando su “fuero de conservaduría” como ocurría con los flamencos.

La cofradía religioso-benéfica ofrecía a estos colectivos un manto protector teñido de identidad grupal. En el caso de Sevilla se constata la presencia de un hospital para flamencos y holandeses (bajo la advocación de San Andrés, patrón del ducado de Borgoña y de la orden del Toisón), así como una informal cofradía de genoveses, aunque de nuevo sobresale en esta especialización el grandioso convento de los franciscanos observantes, con la cofradía de los franceses (San Luis Rey), fundada en 1573, y la de los portugueses (San Antonio, aunque se llamó en origen de las Cinco Llagas), en 1594, de comerciantes y navegantes que pagaban a la corporación un canon al atracar en Sevilla. Estos portugueses llegaron a disponer de una fabulosa capilla, con sacristía y sala de cabildos. La de los franceses celebró con gran solemnidad en Sevilla las exequias por Luis XIV en 1715. En Cádiz hubo cofradías de genoveses, flamencos (desde 1565, con su hospital a modo de enfermería y albergue), portugueses e italianos en general; también de franceses en el convento de San Francisco.

Curiosamente en Granada las dos hermandades de extranjeros residieron en la misma sede, el convento de San Antón de terceros franciscanos regulares: la de San Antonio de Padua de los portugueses, que puede datar de finales del Quinientos, siendo este santo venerado junto a San Juan de Dios y a Santa Isabel de Portugal, y la de San Luis Rey de los franceses, fundada en 1626 y trasladada a dicho convento dos años más tarde, donde el santo rey se venera aún junto a la Virgen del Buensuceso y el Cristo de Lucca, constando la existencia de estampas grabadas, bacinilla petitoria, paño para los entierros y tabla de indulgencias. La primera de ellas alcanzó su auge en la primera mitad del siglo XVII, mientras que la segunda parece descollar en la centuria siguiente. En la coyuntura de la guerra de España contra la Convención cumplió un papel destacado a la hora de amortiguar las represalias hacia el colectivo galo radicado en Granada y sus propiedades, algo que debió ocurrir en general con este tipo de cofradías

Eso sí, se les exigía fidelidad al rey de España y, por supuesto, en todas estas modalidades cofrades la catolicidad de sus miembros era materia innegociable. Como señala A. Crespo, estas cofradías, que solían ser de mercaderes sobre todo en las ciudades portuarias, estaban jerarquizadas y bien organizadas, ejerciendo un acusado mutualismo –hospitales, asistencia espiritual (incluso en navíos y hospitales), dotes y otras ayudas, sepultura- junto a la defensa de sus reivindicaciones grupales y sus fueros específicos, lo que reforzaba su honorabilidad y credibilidad social, sin mengua de su cosmopolitismo.

Autor: Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz

Bibliografía

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CASTILLO UTRILLA, Mª. José, “Capillas de las Naciones en el convento de San Francisco Casa Grande de Sevilla”, en Laboratorio de Arte, 18, 2005, pp. 237-243.

CRESPO SOLANA, Ana: “Nación extranjera y cofradía de mercaderes: el rostro piadoso de la integración social”, en VILLAR GARCÍA, Mª. Begoña y PEZZI CRISTÓBAL, Pilar (eds.), Los Extranjeros en la España Moderna, Málaga, Universidad de Málaga, 2003, vol. II, pp. 175-187.

GARMENDIA ARRUEBARRENA, José, Cádiz, los vascos y la Carrera de Indias, San Sebastián, Eusko Ikasruntza, 1989 (ed. digital en: http://www.euskomedia.org/PDFAnlt/vasconia/vas13/13011231.pdf).

LÓPEZ-GUADALUPE MUÑOZ, Miguel Luis, «La Hermandad de Nuestra Señora de Covadonga, de asturianos y montañeses, de Granada (1702-1810)», en Chronica Nova, 18, 1990, pp. 237-266.

LÓPEZ-GUADALUPE MUÑOZ, Miguel Luis, «La Hermandad de los franceses de Granada en el siglo XVIII», en VILLAR GARCÍA, Mª. Begoña y PEZZI CRISTÓBAL, Pilar (eds.), Los Extranjeros en la España Moderna, Málaga, Universidad de Málaga, 2003, vol. II, pp. 495-509.

2018-01-30T18:40:09+00:00

Título: Grabado de la Purísima Concepción de la capilla de los burgaleses del convento de San Francisco de Sevilla, (1782). Fuente: CASTILLO UTRILLA, Mª. José, El Convento de San Francisco, Casa Grande de Sevilla, Sevilla, 1988, [...]