Los cardenales constituían la cúspide del alto clero español durante la Edad Moderna. Como es bien sabido, eran los electores del papa que, ya durante esta época, era escogido exclusivamente de entre sus filas.

Pese a que desde la Baja Edad Media, la Iglesia Católica aspiraba a universalizar el Sacro Colegio cardenalicio, el número de purpurados españoles durante la etapa moderna era muy reducido. Sobre un máximo de 70 cardenales ―fijado por Sixto V mediante la bula Postquam verus (1586)― los españoles nunca rebasaron la decena y, al igual que ocurriese con los candidatos de otras naciones católicas, su nombramiento estaba fuertemente politizado. A requerimiento del pontífice, el monarca proponía uno o varios candidatos para que recibiesen el capelo rojo en una promoción de las Coronas. Desde el siglo XVI el papa reservaba esta ceremonia para anunciar la concesión de la púrpura a los propuestos a petición de Francia, la Monarquía española, el Sacro Imperio, Venecia o Polonia, diferenciándolos expresamente de aquellos que recibirían el capelo en otras promociones, que estaban ligados por lazos de fidelidad con la propia familia pontificia y que, por lo común, eran de origen italiano. En el caso español, solían entablarse arduas negociaciones entre el embajador en Roma y los representantes del poder pontificio como paso previo a cada promoción de las Coronas y su celebración dependía siempre de la voluntad del papa reinante y de la duración de su pontificado.

Con semejantes datos, se explica que la presencia de cardenales españoles en el ámbito andaluz a lo largo de la Edad Moderna fuese bastante exigua. Casi siempre estuvo vinculada a su nombramiento como obispos o arzobispos de alguna de las sedes episcopales de Andalucía. Entre todas ellas, sobresale la archidiócesis de Sevilla, la sede cardenalicia por excelencia. La mitad de sus 28 ocupantes durante los siglos XVI, XVII y XVIII también ostentó la púrpura. A enorme distancia le seguía la sede episcopal giennense, de la que solo fueron cardenales cuatro de los 30 prelados que la rigieron a lo largo de la Edad Moderna. Solo dos de los obispos de Córdoba y Málaga fueron también purpurados, uno, en el arzobispado de Granada y ninguno ocupó las sillas episcopales de Guadix y Almería.

Diversas razones podrían explicar la preferencia de la Corona por un purpurado para que rigiese la sede hispalense. Entre otras cosas, hay que tener en cuenta que su titular disfrutaba de las rentas más cuantiosas entre los episcopados andaluces, estimadas por A. Domínguez Ortiz en 120.000 ducados anuales. Una circunstancia que, como es de imaginar, contribuiría a que sus ocupantes llevasen un fastuoso tren de vida, a la altura de las exigencias de un príncipe de la Iglesia. Durante los siglos XVI y XVII cardenales de orígenes nobiliarios fueron arzobispos de Sevilla. Así, hay que señalar a Diego Hurtado de Mendoza, Alonso Manrique, Gaspar de Zúñiga y Rodrigo de Castro para el Quinientos, y a Gaspar de Borja, Agustín Spínola o Domingo Pimentel, entre otros, para el Seiscientos. Para el XVIII sobresalen especialmente el infante Luis Antonio de Borbón y Farnesio o Francisco de Solís Folch y Cardona.

El mismo patrón nobiliario se observa en cuanto a los nombramientos de cardenales para otras sedes episcopales andaluzas. Así, merece la pena destacar el ejemplo del cardenal Baltasar de Moscoso, hijo de los condes de Altamira y sobrino del duque de Lerma, para el caso giennense, o el del cardenal Alonso de la Cueva, I marqués de Bedmar, para la sede malagueña. El cardenal Esteban Gabriel Merino, obispo de Jaén en el siglo XVI, representa una excepción clamorosa, pues sus orígenes sociales eran bastante oscuros.

Por otra parte, hay que resaltar que los cardenales obispos gozaron durante la Edad Moderna de algunos privilegios especiales. Así, por ejemplo, su derecho de provisión sobre las vacantes del cabildo catedralicio se ampliaba por concesión pontificia. En el sistema de nombramientos conocido como alternativa, el papa cedía su derecho al cardenal para que proveyese durante los meses apostólicos ―dos tercios del año―. Esta prerrogativa era bastante importante, puesto que el purpurado podía valerse de ella para construir su propia red clientelar dentro del cuerpo de capitulares de su catedral.    

Autor: Francisco Martínez Gutiérrez

Bibliografía

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