En 1892, don Manuel Gómez-Moreno González esbozó sin proponérselo el primer catálogo de la obra de Bernabé de Gaviria. Fue al hilo de la Guía de Granada, en la que le atribuye un puñado de obras repartidas por la ciudad. Hasta entonces, éste había sido un nombre casi desconocido para la crítica. Tres  décadas después, en 1926, su hijo, Gómez-Moreno Martínez, le atribuye el Apostolado de la catedral de Granada que, valora, nada menos, como el molde del temperamento barroco de Alonso Cano. Pasados otros diez años, una vez más, será María Elena, la nieta, quien resuelva el enigma y arribe a una primera visión global de la biografía y la trayectoria del maestro. En la primera edición de su Breve historia de la escultura española, de 1935, lo sitúa al lado de Pablo de Rojas, de quien lo supone discípulo, como nexo entre el renacimiento y el realismo en la escuela granadina. Más adelante, en el 51, con un discurso basado en los aspectos más novedosos del Apostolado, se refiere a Gaviria como un artista de mayor empuje y originalidad que su maestro: afirmación demasiado entusiasta que veremos atemperada siete años después, en su imperecedero volumen sobre nuestra Escultura del siglo XVII. Lo describe en él como un escultor de módico talento, liberado del lastre de su formación hasta el punto de alcanzar la intuición barroca que descubren sus apóstoles, ejemplo, tanto de moderna gallardía, como de fina penetración en el apercibimiento de los valores arquitectónicos del magno entorno de Siloe.

Definidas estas líneas maestras, diferentes trabajos posteriores, casi siempre ligados al ámbito granadino, han ido arrojando nueva luz sobre una vida y una obra que cada día se presentan más perfiladas. Destacan los estudios de mi maestro Sánchez-Mesa Martín, caracterizados siempre por su natural agudeza para las apreciaciones estilísticas. Junto a ellos, resulta imprescindible la labor de archivo desarrollada por María José Cuesta García de Leonardo, centrada en las actas capitulares de la catedral; o las pesquisas de mi amigo Juan Jesús López-Guadalupe Muñoz, de la Universidad de Granada, a veces en colaboración con mi también compañero y amigo el catedrático Lázaro Gila Medina, a quien debemos las aportaciones más concluyentes hasta la fecha acerca de la biografía y el catálogo de este notable escultor.

Bernabé de Gaviria nació en Granada, donde fue bautizado el 20 de junio de 1577, en la parroquia de San Gil. Era hijo de Juan Gaviria y Mencía Navarro, procedentes  del norte y padres de otros ocho vástagos. Con el mismo nombre y apellido del progenitor tenemos noticia por estos años de varios vecinos de la ciudad. María Elena Gómez-Moreno lo identificó con un Juan Gaviria, muerto en 1588, que había sido miembro de la cofradía del Corpus Christi, a la que se afiliaban los artistas. Hoy sabemos que no debió fallecer antes de 1595, así que más probable parece su relación con otro homónimo: un escultor y ensamblador documentado en Estella e Irache hasta 1563, fecha en la que pudo emigrar a Granada. Nos consta también que hubo de mantener una buena relación con Pablo de Rojas, ya que éste y su mujer, Ana de Aguilar, fueron los padrinos de la mayor de sus hijas, también de nombre Ana.

En la collación de San Gil, la de los artistas de la madera, transcurrió toda la vida de Bernabé. Por el año 1600 se casó con Juana de la Serna y se estableció de alquiler en unas casas, propiedad de don Gonzalo Yánez Dávila, ubicadas en la calleja que va del Hospital de Peregrinos al Pilar del Toro, donde nacieron sus cuatro hijos. Aunque siempre estuvo ligado al trabajo de la madera, su dedicación propiamente artística no parece temprana. La primera profesión que le conocemos, cuando contaba veintidós años, es la de maderero o mercader de maderas, que debió ejercer con notable rumbo a juzgar por la magnitud de varias de las operaciones documentadas. Hombre industrioso y tal vez dotado para los negocios, lo veremos también, hasta el final de su vida, como tratante de tejidos, arrendador de impuestos y comerciante de vinos, parte de los cuales produciría él mismo en sus majoleras de Maracena y Albolote. De posición, como se deduce, holgada, fue propietario de tierras y fincas urbanas cuya renta actualizaba cada año. Y ya finando sus días, en tanto que mediano conocedor de los rudimentos de la arquitectura, quiso optar a la maestría mayor de obras de la Alhambra, a la que concursó sin éxito en Madrid en 1620. Sí alcanzó el puesto de veedor de las iglesias de la diócesis, por jubilación de Ambrosio de Vico, el 18 de junio de 1621. Pasado escaso un año, otorgó testamento, murió y fue enterrado en su parroquia de San Gil. Tenía cuarenta y cinco años. Era el 13 de mayo de 1622.

Su labor como escultor está documentada a partir de 1603, año desde el cual este apelativo profesional aparecerá siempre detrás de su nombre en las escrituras públicas. Su obra, por fortuna hoy ya suficientemente delimitada, revela la personalidad de un maestro formado en los tópicos de un lenguaje manierista que pugna con gracia por abandonar. Desde el principio, las convenciones del bajo renacimiento conviven en su obra con una intuición barroca fresca y multidireccional, ora solemne y castiza, ora exuberante y teatral. Una temprana inteligencia del nuevo signo de los tiempos por la que, siempre complacido, acaba dejándose arrastrar. Corrección intelectual y vocación realista se alían de su mano en unas creaciones plenas de vitalidad, de expresión cercana y plegado caligráfico, acabadas y policromadas con exquisita pulcritud.

La primera obra documentada que ha llegado hasta nosotros es el San Sebastián de la iglesia de Albolote. Fue contratado a primeros de abril de 1603, bajo la exigencia de resultar igual al que acababa de entregar para la parroquia albaicinera de San Nicolás. Una pieza muy capaz que, con su composición amplia y de ritmos tempranamente abiertos, anticipa los planteamientos barrocos del Apostolado catedralicio. Apenas tres semanas después de formalizar este encargo, el 26 de abril, se comprometía a labrar una imagen procesional de San Ildefonso para su iglesia granadina: el mismo bulto que hoy preside los despojos del antiguo retablo mayor, obra de Miguel Cano, desplazado en el siglo XVIII por la imponente máquina de Risueño. Otra obra notable, sobria y monumental, en la que el naturalismo del rostro, la verdad del estudio anatómico y la fuerza teatral del plegado, de nuevo nos hablan de la consciencia con el autor se emancipaba de los tópicos del romanismo. Cierra este año de 1603 el bello grupo de la Sagrada Parentela que fue del retablo mayor de la iglesia de Santa Ana, conservado en la Capilla Real por donación del arzobispo Moreno Mazón. Un conjunto de singular encanto, revestido, eso sí, de un aire algo más retardatario, acentuado a causa de elementos como el abuso de oros en la policromía, y que, sin embargo, está provisto de momentos realistas tan brillantes como el que nos ofrece la magnífica cabeza de San José.

A finales de 1605 lo encontramos, de nuevo, en Albolote, junto a su maestro Pablo de Rojas, comprometiéndose a labrar de mancomún la escultura –Encarnación, Calvario y Padre Eterno– de la calle central del nuevo retablo mayor, sin que sea fácil discernir de qué se ocupó cada uno. Y, en 1607, lo veremos entregar el San Agustín del retablo mayor de las Comendadoras de Santiago. Obra imponente y de fuerte tensión mística que, con su rostro curtido y un plegado bien pendiente de las distintas calidades, nos brinda una apuesta barroca más decidida que nunca.

Dicha vocación triunfa definitivamente en el Apostolado de la capilla mayor de la catedral. Obra de empeño y singular valía que goza de antiguo de una fortuna crítica invariable. La elogió Bermúdez de Pedraza y la ensalzó, con fárrago culterano, don Agustín Collado del Hierro, allanando el camino al reconocimiento unánime de la ciencia. La atribución, dada por buena desde los tiempos de Gómez-Moreno González (aunque el primero en publicarla fuera su hijo, como ya se vio), es hoy una certeza avalada por los documentos. De las doce figuras que enjoyan los pilares de Siloe, diez fueron ejecutadas por el taller de Gaviria: las ocho primeras, a razón de cien ducados cada una, entre enero de 1611 y marzo de 1613; y las dos restantes, entre agosto de 1616 y septiembre de 1617. Quedaron pendientes los bultos de San Pedro y San Pablo que, cercanos al estilo de Alonso de Mena, otras manos labrarían en los años siguientes. Las figuras de Gaviria, superiores al tamaño natural y completamente doradas, se integran en el espacio arquitectónico en una conjunción perfecta de colores, formas, planos y matices. Se identifican de lleno con la monumental riqueza del espacio que, desde hace siglos, no podemos entender sin ellas. Su concepción, de un barroco maduro de corte europeo, engrandece sus volúmenes y no deja que se pierdan eclipsadas por la altura y las dimensiones del recinto. Son creaciones de sorprendente vigor, arrojo y bizarría, de composición abierta y formas expansivas nunca antes ensayadas en la Península. El buen aire y el desenfado, la gracia y la libertad, el ardor y la desmesura, hacen de este conjunto un islote único en el marco del siglo XVII español.

Sus fuentes, sobre las que mucho se ha elucubrado, parecen hallarse en una serie de grabados que el flamenco Thomas de Leu dará a la prensa en París en el año 1600. En varios casos, como el del inusual Santiago Alfeo, San Bartolomé o el vivaz San Mateo, la dependencia es clara e indiscutible. En otros, en cambio, como vemos en el San Juan y, sobre todo, en Santiago el Mayor, el mejor magisterio de Rojas se impone con una fuerza incomparable, elevando el resultado a las cimas del más puro realismo andaluz. Entre todas las piezas, quizá ninguna brille y sorprenda tanto como el excepcional San Andrés que, si bien parte de los modelos de Leu, se libera hasta erigirse alucinante preludio de las grandes esculturas del crucero vaticano, el San Longinos de Bernini y el San Andrés de Duquesnoy, labrados a partir de 1630.

Tras este punto de inflexión, hemos de recordar piezas como la Virgen de las Nieves, de Gabia la Grande, obra muy retocada que acometió en 1615. Y, del año siguiente, el contrato para el retablo del convento de San Francisco, casa grande, que firmó junto a Pedro de Raxis. Destruido durante la francesada, nos quedan algunas de sus imágenes, como los bultos de San Luis IX y San Buenaventura de la girola de la catedral. Suyo parece también el Santiago de piedra que preside la portada de esta parroquia y, con mayores reservas, el San Juan de Dios de la fachada de su Hospital, con un planteamiento de formas llenas y pliegues artificiales bien cercano a la línea del maestro.

Autor: Francisco Manuel Valiñas López

Bibliografía

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