Las actividades bancarias ejercidas en Sevilla se remontan a la Edad Media, antes incluso del descubrimiento de América que convirtió Sevilla en cabecera de los tráficos atlánticos. El primer reconocimiento de la actividad bancaria de Sevilla se atribuye al monarca Juan II que en 1445 nombró “señor y juez de cambios” a  Juan Manuel de Lando, su alcaide de los Alcázares y Atarazanas. A pesar de que el origen de la banca sevillana se encuentra estrechamente conectado a la “concesión real”, ello no fue óbice para que numerosos agentes, principalmente conversos y extranjeros, ejercitaran desde la Edad Media algunas de las funciones que actualmente atribuimos a la institución bancaria. Así, era habitual que algunos sujetos se especializaran en algunas actividades como el cambio (“cambistas” o “cambiadores”), mientras que otros, además de realizar cambios, aceptaban depósitos. Hasta que no se construyó en Sevilla la Lonja en 1598, era normal que las actividades económicas de los hombres de negocios (entre las que se hallaba el cambio y el depósito) se desempeñaran al aire libre, en las Gradas de la Catedral. Tanto es así que el primer cambio conocido se remonta al año 1472 y se encontraba situado en la calle de las Gradas  “a la Puerta del Perdón de la iglesia mayor, linde con la puerta del Alcaicería de la calle de los sederos”.

En cualquier caso, la existencia de un “banco público” en Sevilla, es decir, reconocido por el cabildo municipal y por el soberano, no fue una constante: su reconocimiento y fundación dependió de los intereses de las oligarquías locales y de la política de la Monarquía. Asimismo, la existencia de una “banca pública” tampoco suponía la concentración de la actividad bancaria de la ciudad en dicha institución, puesto que hubo de convivir con múltiples formas de crédito y cambio representadas por privados.

Aunque es difícil ofrecer una imagen completa de las actividades bancarias existentes en la Edad Media y Moderna en Sevilla debido a la pérdida de los libros de los sujetos que los regentaban, no hay duda de que estas experimentaron un importante impulso a raíz del descubrimiento de América, momento en el que Sevilla se erigió en puerto de llegada de las naves cargadas con los metales preciosos indianos. De hecho, en el padrón de 1384 aparecen solo seis cambiadores registrados; en los de los años 1426-1451 se detectan catorce; y entre 1472 y 1515 los protocolos sevillanos dan cuenta de cincuenta y cinco, de los cuales dos son genoveses: Angel de Nigro en 1500 y Bernardo Pinelli en 1501. Es solo el inicio del predominio de estos italianos en la actividad bancaria que se concretó en el gobierno de algunos de los principales bancos públicos de la ciudad durante el siglo XVI.

La presencia de los genoveses en Andalucía se remonta al tardomedievo, momento en el que otras ciudades castellanas contaron igualmente con importantes colonias de mercaderes ligures. Por diversos factores, el sur occidental de la Península Ibérica sobresalió como foco de atracción de comunidades foráneas estrechamente relacionadas con la actividad mercantil y, entre las cuales, la genovesa, destacó por su número y por los privilegios que ostentaba. En lo que respecta a la práctica del cambio y del depósito por parte de los genoveses en la ciudad, la legislación prohibía a los extranjeros ejercer estas actividades. Uno de los ejemplos más tardíos de dicha máxima lo hallamos en la pragmática de 8 de septiembre de 1602 con la que Felipe III pretendió impedir que los extranjeros mantuvieran bancos públicos o que estos últimos entraran en otras sociedades y tratos mercantiles. El hecho de que estos principios se reiteraran con nuevos decretos en 1607, 1632 y 1642 demuestra su incumpliento sistemático.

Tanto fue así que la primera actividad económica de la que se tiene constancia que recibiera el nombre de “banco público” en Sevilla fue la de los genoveses Battista y Gaspare Centurione que en diciembre de 1508 fundaron una sociedad denominada “banco y compañía” o “companía en el banco y cambio, y fuera de él en cualquier manera”. Es interesante referir las características de esta fundación pues se repetirán, con ciertos cambios, en los bancos públicos sucesivos y muestran el enorme abismo que existía entre las normas para el establecimiento de estas instituciones y la práctica. En este caso, los artífices del banco público eran una sociedad comercial (la de Battista y Gaspare Centurione) que obtuvo la licencia para ejercer por tres años. La reforma bancaria aprobada por Carlos V en junio de 1554 establecía que los fundadores de los bancos públicos contaran al menos con un socio, de lo que se deduce que, al menos hasta ese momento, las sociedades comerciales no habían sido las únicas que habían erigido en bancos públicos, sino que también lo habían hecho ciertos individuos en solitario. En 1554 también se exigió que los fundadores de bancos públicos debían dar fianzas al concejo de la ciudad, algo que ya pusieron en práctica Battista y Gaspare Centurione en 1508 y que repitieron cuando en 1511 Giovanni Francesco Grimaldi reemplazó a Battista Centurione al frente del banco. Fianzas pensadas para actuar como garantía en caso de quiebra, pero que, debido al fenómeno conocido como “cadena de fianzas”, en el que los fiadores eran respaldados por otros hombres de negocios e incluso por los mismos titulares del banco, constituyeron una de las principales causas de las quiebras de la época. Asimismo, puesto que el banco público, además de las convencionales tareas de depósito y cambio para otros privados, debía atender a las necesidades financieras del monarca (al que realizaba préstamos) y de la ciudad (administraba sus arrendamientos, le suministraba capitales, custodiaba las rentas recaudadas…) se prohibía a los fundadores del banco que se implicasen en negocios arriesgados para, de esta manera, evitar comprometer los recursos de la Corona o del cabildo municipal. Sin embargo, es bien sabido que los bancos públicos (también el de los Centurione) prestaban dinero a hombres de negocios nacionales y forasteros, participaban en los tratos americanos (la mayor parte de sus fundadores eran cargadores para las Indias), realizaban seguros marítimos y actuaban como mediadores en la venta de títulos de deuda (juros) de otros hombres de negocios.

A los riesgos que suponía para la actividad de los bancos la implicación de sus fundadores en otros negocios o la mencionada “cadena de fianzas”, se añadía la participación de miembros del cabildo municipal en la aportación de fianzas, seguramente porque, de este modo, se aseguraban la percepción de una parte de los beneficios del negocio. A pesar de que estaba prohibido que regidores y jurados intervinieran como garantía de los banqueros públicos, el fenómeno se detecta en numerosos casos. A este respecto, cabe recordar el último ejemplo de banca pública sevillana: la regentada por el genovés Giacomo Mortedo (denominado banco “Jácome Mortedo y compañía y consortes”) fundada el 15 de abril de 1600. El banco había sido el resultado de la adehala de un asiento firmado en 1595 por el genovés y vecino de Sevilla, Adamo Vivaldo. Este terminó cediendo el privilegio a Pedro de la Torre Espinosa que, junto a su sobrino Pedro Maella y a su hermano Juan Castellanos Espinosa, en esos momentos en Madrid, fundaron el banco “Pedro de la Torre Espinosa y cía”. La muerte prematura de Pedro de la Torre el 20 de marzo de 1596 propició que Juan Castellanos tomara el control del banco asistido por Pedro Maella, así como la entrada en la gestión de la institución, el 15 de abril de 1600, de Giacomo y Gio Francesco Mortedo (hermanos), y de Martín Aguirre. La entidad comenzó a funcionar bajo el nombre “Jácome Mortedo y compañía y consortes”, aunque Pedro de Maella y Juan Castellanos, por entonces regidor en el cabildo sevillano, continuaron actuando en segunda línea. Entre sus fiadores se hallaban miembros del cabildo, como los regidores Juan Castellanos, Fernando Medina Melgarejo y Juan Francisco de la Hoz, o los jurados Francisco Rodríguez Barrasa y Pedro de la Torre Ribera; pero también encontramos algunos de los grandes asentistas genoveses de Madrid, como Ambrogio Spinola o Battista Serra, y de los hombres de negocios genoveses más destacados de Sevilla, como Girolamo Burone. La vida del banco Mortedo fue breve: a pesar de contar con tan potentes fiadores, el 23 de marzo de 1601 se declaró insolvente. El fin de su actividad (y de la actividad de muchos otros bancos públicos precedentes) se vio condicionado por una inadecuada gestión por parte de sus dirigentes, por el contexto de penuria económica por el que atravesaba el cabildo sevillano, el retraso de las flotas y la política de secuestros sobre los metales preciosos efectuada por la Corona que originaba la retirada apresurada de fondos por parte de los clientes del banco.

Tras la quiebra del “Jácome Mortedo y compañía y consortes” no se estableció ningún otro banco público en Sevilla, síntoma de la existencia de un denso tejido bancario privado que, paralelamente a los bancos públicos, desempeñaba funciones financieras para la oligarquía y cabildo locales, los hombres de negocios y el monarca. Si bien no siempre existieron bancos públicos reconocidos en Sevilla, dicho sustrato financiero, compuesto por multitud de agentes privados (mayoritariamente genoveses, pero también vascos, conversos portugueses y mercaderes sevillanos implicados en la compra de oro y plata americanos), se mantuvo y perfeccionó a lo largo del siglo XVII, sobre todo a partir de la década de 1630, cuando, tras la muerte de algunos de los grandes asentistas de la Corte, Felipe IV no dudó en recurrir a los préstamos de hombres de negocios destacados de la sociedad sevillana, entre los que sobresalieron individuos como el genovés Juan Cervino o el portugués Duarte de Acosta.

Autora: Yasmina Rocío Ben Yessef Garfia

Bibliografía

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BEN YESSEF GARFIA, Yasmina Rocío, “Redes genovesas en la monarquía imperial hispánica: los Serra en la banca sevillana a inicios del Seiscientos”; en Annali dell’Istituto Italiano per gli Studi Storici. Studi per Ovidio Capitani, vol. 1, XXVII, 2012/2013, pp. 457-491.

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