Aunque su origen se remonta a la época romana, la invasión de los musulmanes truncó su trayectoria hasta la reconquista de la ciudad de Sevilla, por Fernando III, en 1248. Su extensión en el siglo XVII superaba las cuarenta leguas, según una información del arzobispo Ambrosio Spínola, que limitaban con los obispados de Córdoba, Málaga, Cádiz, Badajoz, los “Algarves” y el maestrazgo de Santiago que, también, gobernó diversas poblaciones del arzobispado hispalense como Villamanrique o Villanueva del Ariscal. En idénticas condiciones se encontraban los municipios de Alcolea, Lora o Tocina, dependientes de la Orden de San Juan, el Marquesado de Estepa, Carrión de los Céspedes, la Abadía de Olivares o el pueblo de Santiponce que rigieron los monjes jerónimos de San Isidoro del Campo.

Pese a estas excepciones, el valor económico de la mitra de Sevilla fue muy importante, solo superado por el arzobispado de Toledo, y el prelado tuvo el dominio pleno de la Alcaidía de Almonaster, la vicaría de Zalamea y las poblaciones de Cantillana, Brenes, Villaverde, el despoblado de Rianzuela, la dehesa de Lopaz y de varias haciendas ubicadas, en su mayoría, en el término de Jerez. Sus rentas, aunque con mesas separadas, eran administradas por el Cabildo Catedral: la institución más importante del arzobispado que comprendía a 11 dignidades, 40 canonjías (34 de libre provisión y 6 de oficio), 20 raciones y 20 medias raciones con retribuciones que podían superar los 30.000 reales. A ello contribuía la elevada población de la archidiócesis: en torno al medio millón de habitantes, según el Censo de Floridablanca de 1787. Y en consonancia con estos datos, también podemos destacar el importante número de religiosos (6.358), religiosas (3.133) y clérigos seculares (4.535) que, en definitiva, supusieron el 13% del vecindario de Sevilla, según el Catastro de Ensenada.

Para organizar tan vasto territorio, la principal unidad administrativa del arzobispado fue la vicaría que, a fines del siglo XVIII, ascendían a 41 o 48, según fuera su propósito fiscal o pastoral. Los vicarios foráneos y el vicario de Sevilla se encargaban de la recogida o distribución del diezmo, la gestión de las fábricas parroquiales, la tutela espiritual de clérigos y seglares, la defensa de los intereses de las parroquias y, en definitiva, de rendir cuentas al vicario general, los visitadores (seis: tres generales, uno para monjas, otro para capellanías y patronatos y un sexto para las parroquias de la capital) y, en última instancia, al arzobispo. Para desempeñar su ministerio y, en ocasiones, para suplir sus frecuentes ausencias, se ayudaron de obispos auxiliares que, en ciertos casos, actuaron como coadministradores.

Con frecuencia, los vicarios eran presbíteros que habían recibido la cura de almas por delegación del arzobispo que, por privilegio y salvo contadas excepciones, era el único beneficio curado del lugar. Los réditos económicos del empleo, sin embargo, se los reservaba el prelado y el sacerdote solo quedaba asistido por la renta o patrimonio de entrada (a veces, extinto o depreciado), los derechos de estola o pie de altar (administración de sacramentos, sufragios o servicios religiosos) y las primicias (parte ínfima del diezmo: primeros frutos del campo). Esta circunstancia, como podemos suponer, generó no pocos problemas de absentismo en el estamento que intentaron solucionarse durante la Ilustración mediante un Plan de Erección y Dotación de Curatos que, finalmente, vio la luz en 1791 y preveía tres tipos de curatos: primera clase (6.600-10.000 reales), segunda clase (5.500-6.600 reales) y tercera clase (3.300-4.400 reales). Anteriormente, y por las circunstancias señaladas, fue común la institución de ayudas en las parroquias (tenientes, vicarios y coadjutores, de preparación insuficiente y sueldos aún inferiores) y la colaboración de religiosos que, principalmente, se asentaron en la capital y las vicarías de Écija, Jerez, Osuna y Sanlúcar de Barrameda, las de mayor riqueza. No en vano, las parroquias más codiciadas del arzobispado por sus altos ingresos fueron las de San Miguel de Jerez, San Miguel de Marchena, la Colegiata de Osuna, Santa Cruz o Santa María de Écija. En el extremo contrario, el cura de la pequeña aldea de Guadajoz, en la vicaría de Carmona, apenas se embolsaba 400 reales al año antes de la reforma económica e incluso después los curatos de Carboneras no alcanzaron el mínimo previsto de 3.300 reales revelando así las debilidades de la misma. En cuanto al volumen, en la archidiócesis hispalense los beneficios curados de potestad delegada superaban los 300 y, en su mayoría, se concentraban entre la capital y las vicarías de Sevilla, Aracena, Jerez y La Puebla de Guzmán por la alta población de unas y la enorme extensión de otras, con graves problemas de comunicación.

Por debajo de presbíteros y curas, la presencia de diáconos y subdiáconos fue poco relevante pues, frente a aquellos, el sueldo fue notablemente más bajo, las obligaciones, en algunos casos equiparables, y los derechos, en definitiva, muy semejantes a los disfrutados por cualquier tonsurado y minorista (ostiario, lector, exorcista y acólito) que sí abundaron en el arzobispado. Este grupo se perfiló, en palabras de Candau, como un auténtico “ejército en campaña” para subvenir cualquier necesidad del culto y de los templos. Aunque la mayoría se conformaba con escasas rentas, algunos tuvieron la dicha de poseer uno o varios beneficios simples (capellanías aparte) cuyo servicio religioso luego encomendaban a determinados presbíteros a cambio de una pequeña compensación. Se trata de la figura del beneficiado servidero o vicebeneficiado que tanta popularidad tuvo durante el Antiguo Régimen en el arzobispado de Sevilla. Otras fuentes de ingresos procedían del desarrollo de determinados ministerios asociados al culto, la enseñanza de la doctrina o la burocracia eclesiástica: sacristanes, organistas, mozos de coro, pertigueros, músicos o alguaciles.

En este contexto, tanto el servicio religioso como la devoción de los seglares del arzobispado hispalense durante la Edad Moderna distaron mucho del ideal propuesto por el Concilio de Trento. En líneas generales, los visitadores aluden a la laxitud del clero, el poco fervor de las “sierras”, la popularidad del rosario y el vía crucis como ejercicios piadosos o el fomento de la devoción al Santísimo, a Cristo en su pasión, la Virgen, los Santos o las Ánimas, principalmente, a través de las hermandades que radicaban en el archidiócesis. Según el resumen general elaborado por el intendente Gutiérrez de Piñeres en 1771, en el reino de Sevilla había cerca de un millar de asociaciones laicas concentrándose más de 200 solo en la capital. Además del volumen, éstas tuvieron otros problemas a los ojos de los ilustrados: el escaso control por parte del Estado (la mayoría solo contaban con la aprobación del ordinario del lugar) y el excesivo gasto en manifestaciones internas y, sobre todo, externas, que se alejaban del primitivo espíritu cristiano y de la mesura racionalista que se intentaba imponer. Ejemplo de ello fueron las procesiones de Semana Santa, donde el anonimato del hábito penitencial invitaba a la promiscuidad y al tumulto, o las romerías que, en casos extremos, se determinó la suspensión.

En buena medida, estas actitudes se explican por la ignorancia y la falta de formación que acarreaban la pobreza de las clases más humildes y que, desde luego, podemos extrapolar al bajo clero. En el apartado de seglares, los arzobispos de la Ilustración apoyaron iniciativas en esta dirección, como la promoción de instituciones educativas, las misiones populares o la enseñanza semanal de la doctrina, pero también otras orientadas a congraciarse con el Estado como la reorientación de la beneficencia, las políticas de salubridad, el apoyo a las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena o la flexibilización del precepto dominical en aquellos lugares donde la industria minera comenzaba a despegar con objeto de evitarle perjuicios económicos. Entre los eclesiásticos, junto a la reforma económica del estamento, se impulsó sin éxito un seminario diocesano que recogiese las exigencias formativas dispuestas por el Concilio de Trento así como las conferencias morales o los ejercicios espirituales. Sus resultados, como parece obvio, quedaron supeditados al éxito del Plan de Erección y Dotación de Curatos que, como sabemos, fue relativo.

Autor: Carlos Ladero Fernández

Bibliografía

BARRIO GOZALO, Maximiliano, El clero en la España Moderna, Madrid, CSIC, 2010.

CANDAU CHACÓN, María Luisa, El clero rural de Sevilla en el siglo XVIII, Caja Rural de Sevilla, Sevilla, 1994.

LADERO FERNÁNDEZ, Carlos L., “La archidiócesis de Sevilla a fines del Antiguo Régimen: apuntes sobre su organización económica y pastoral”, Anuario de Historia de la Iglesia Andaluza, volumen IV, 2011, pp. 143-198.

LADERO FERNÁNDEZ, Carlos L., El gobierno de los arzobispos de Sevilla en tiempos de la Ilustración, Sevilla: Diputación Provincial de Sevilla, 2017.

MARTÍN RIEGO, Manuel, “La Sevilla de las Luces (1700-1800)” en Historia de las diócesis españolas: Sevilla, Huelva, Jerez, Cádiz y Ceuta, Cajasur/Biblioteca de Autores Cristianos, pp. 245-291.