La desaparición de la frontera existente entre los reinos cristianos andaluces y el granadino, así como el eclipse del poder musulmán en este último, generó consecuencias importantes para todas las actividades económicas, especialmente la agricultura, la ganadería y los aprovechamientos de las tierras no cultivadas. Las expectativas que generó la pacificación y el control de todo el territorio andaluz fueron enormes.   

Las superficies no cultivadas fuesen de bosque, monte bajo, matorral o pastizal presentaron a lo largo del siglo XVI una característica común en todos los reinos andaluces: la reducción de su superficie y, por tanto, la progresiva pérdida de peso en la estructura económica; la necesidad de que los organismos públicos interviniesen para protegerlo, procurando resolver el enfrentamiento entre las diversas concepciones de su uso. Por ello, los gobernantes tuvieron que desarrollar un aparato legislativo destinado a la promoción y defensa de los espacios naturales, especialmente de los bosques, los mayores receptores de las presiones del frente roturador. Muestra de ello fueron las pragmáticas de los Reyes Católicos (1496) y Carlos I (1518, 1538, 1542 y 1543). De forma paralela, las autoridades de los concejos legislaron en este mismo sentido a través de las ordenanzas. Mediante ellas regulaban la organización de toda la actividad económica de sus vecinos. En lo que nos ocupa, el control era minucioso: la extracción de leña, la corta de madera, los usos cinegéticos, la comunidad de pastos, las dehesas, etc. En definitiva, la legislación concejil intentó proteger el beneficio comunitario frente a las malas prácticas silvo pastoriles. Así se recoge, por ejemplo, en las ordenanzas de numerosos concejos aprobadas durante la primera mitad del XVI como Tarifa, Alcalá de los Gazules, Cortegana, Huéscar, e incluso en las disposiciones de los señores como es el caso del marqués de Los Vélez o el duque de Medina Sidonia.

En las líneas que siguen apuntaremos ideas sobre el uso del ager y de la silva. El primero, la superficie no cultivada en la que se desarrollaba el matorral y crecían diferentes tipos de hierbas susceptibles de ser aprovechadas por el ganado, presentaba características muy distintas en los reinos de Jaén, Córdoba y Sevilla de las que tenía en el recién conquistado reino granadino. En los primeros, que habían pasado a dominio cristiano en el siglo XIII ya se había ido conformando un paisaje en el que el clareo progresivo del bosque había dado lugar a enormes superficies de pastizales como las existentes en Huelva, así como a espacios abiertos adehesados, junto a extensas llanuras situadas en la frontera con el reino de Granada, en las que las actividades bélicas habían condicionado cualquier explotación. Por tanto, la desaparición de la denominada Banda Morisca y la pacificación de la Campiña generó la proliferación de espacios abiertos de aprovechamiento comunal, de amplias zonas de pasto, que no fueron obstáculo para el desarrollo de dehesas y cotos, tanto comunales como de carácter privado, con las que se pudiese garantizar el pasto a las especies ganaderas de labor o de guerra (caballos). Con ellos también se pretendía preservar espacios valiosos para la ganadería local o para rentabilizarlos como dehesas de pastos que se arrendaban a rebaños forasteros. Las que había en las comarcas occidentales andaluzas estaban destinadas a caballos y yeguas, como las que se mantenían en Morón y en Utrera desde principio del siglo XV.

La creación de dehesas también estuvo originada por la progresiva presión de las roturaciones, que perjudicaban los intereses de la ganadería frente a los de la agricultura. De hecho, para obtener nuevas rentas, los titulares de los señoríos empezaron a usurpar espacios de uso común, adehesándolos para arrendar sus pastos. Ejemplo de ello fueron las prácticas de los condes de Ureña, que se enfrentaron a los vecinos de Morón y Osuna, teniendo problemas judiciales con sus concejos por el aprovechamiento de sus términos. Mediante estas y otras actuaciones similares, los particulares, fuesen titulados o no, obtuvieron elevados beneficios, generando importantes perjuicios para la economía de algunos concejos. Es lo que debió ocurrir en Jerez de la Frontera, cuyo cabildo exponía en 1540 esta problemática con elocuencia, quejándose de la pérdida de riqueza y de ingresos en las arcas de la hacienda local.

En cuanto a las dehesas comunales, durante el siglo XVI se realizaron numerosas y se ampliaron otras, a fin de preservar el pasto para los ganados locales, especialmente la cabaña boyal. Del mismo modo se crearon dehesas boyales privadas en los cortijos. En el concejo de Sevilla se denominaban “dehesas dehesadas” y su construcción se realizaba por autorización de las autoridades locales, de la Corona o de algún alcalde entregador. También el concejo de Jaén tenía potestad de conceder dehesas a los cortijos de su término. De este tipo hubo numerosas, además de las creadas por los señores para arrendar sus hierbas tanto a ganado mayor de los vecinos como a rebaños trashumantes forasteros. En las marismas almonteñas había abundantes pastizales de los que se beneficiaban los rebaños de los vecinos y de los lugares limítrofes, al tener algunos de ellos establecidas comunidades de aprovechamiento de las hierbas.

En el reino de Sevilla, las estribaciones de Sierra Morena presentaban un paisaje con predominio de monte bajo y pequeños bosques de castaños, robles y nogales. Al norte de la capital sevillana y entorno a ella encontramos, además de la práctica ganadera y explotaciones madereras, cultivos de huertas y frutales en torno a los arroyos, así como la omnipresente viña, en una interconexión clara entre el ager, el agri y la silva. Tanto en esta zona como en el resto de la tierra de Sevilla existían amplias superficies de montes realengos, varias dehesas de propios, otras de particulares y tierras de cultivo que tenían un aprovechamiento temporal ganadero. Más al sur, en el corazón del Aljarafe, la dehesa estaba ubicada entre alcornocales y encinares mientras que en los extremos se situaba entre robledales o álamos. En los concejos más próximos a la capital eran muy pequeñas, soportando una presión bastante importante de los agricultores, mientras que en los más alejados la extensión era mayor y la presión roturadora mínima. Además del pasto, las dehesas tenían otros aprovechamientos como la recogida de bellota, la recogida de leña, la corta de madera, el almacenamiento de la paja para el ganado, etc. En estas comarcas la caza y el carboneo estaban prohibidos.

Como se ha apuntado, la explotación forestal actuaba como un complemento de pastos para la ganadería, además de proporcionar diversos medios de subsistencia al común de sus vecinos como carbón, ramaje, leña, madera para la construcción, plantas silvestres alimenticias, productos del sotobosque, corcho (con una explotación muy importante en las comarcas del sur de Huelva y de Cádiz). En este sentido, el duque de Medina Sidonia fue instaurando desde las décadas finales del medievo un modelo de gestión de los recursos agrícolas y forestales que se reconduciría en parte a la exportación, resultante de su privilegiado emplazamiento para el comercio marítimo. El arrendamiento de la alcabala del carbón, la madera, la caza o el corcho le generaban importantes ingresos. El desarrollo de la construcción naval durante el siglo XVI requirió abundante materia prima para nutrir a las atarazanas, actuando las sierras de Huelva y Sevilla como abastecedoras de robles y otros tipos de madera, así como de corcho. También es preciso señalar que en las tierras del alto Guadalquivir se obtenían abundantes cantidades de miel, tanto en Sierra Morena como en el subbético, y en los baldíos y dehesas de la campiña cordobesa. En estas comarcas, y seguramente en muchas otras, la leña se recogía en otoño, después de terminar las faenas agrícolas.

En el reino de Jaén, y especialmente en las comarcas de la sierra de Segura, la explotación maderera ya era muy importante desde la época medieval. La mantenía a finales del siglo XV, como se pone de manifiesto en 1494 por la concesión al concejo de Segura de la venta de mil pinos para la construcción de los Alcázares de Córdoba. Una actividad mantenida en la centuria siguiente dadas las noticias que se recogen en las Relaciones Topográficas realizadas en el reinado de Felipe II, en las que se indica que Segura de la Sierra ingresaba cien mil maravedís por la venta de madera. Paralelo al comercio maderero era su transporte a través de los ríos navegables como el Guadalquivir y el Guadalimar, una actividad económica de la que se beneficiaban algunas instituciones de la ciudad de Úbeda, gracias los privilegios concedidos para ello desde la Edad Media. En los montes de Jaén también era frecuente el carboneo, permitido y controlado por los concejos.

En las tierras que integraban el reino nazarí, nuevamente conquistadas a finales del siglo XV, las capitulaciones, la entrega de las ciudades, de las villas y de sus alfoces al poder castellano, la implantación de una nueva legislación, y la permanente penuria económica de los concejos, generaron una transformación de las amplias superficies no cultivadas, que habían conservado su estatuto jurídico como comunidad de términos tras la conquista, en bienes de propios de los concejos.

De este modo, las ciudades y los núcleos de población más importantes, pudieron controlar extensos territorios, entre los que destacan los dedicados a pastos, la mayoría convertidos en dehesas concejiles. Así, Málaga dispondrá de la denominada dehesa “de los 100.000 maravedís”, la del Atabal, de los Prados, del Guadalquebirejo, además de la destinada al carnicero; en los alrededores de la ciudad de Granada, las de Sierra Nevada, que superaban las 22.000 ha. fueron repartidas entre todos los pueblos (cada uno poseía una), participando en el reparto los monasterios de San Jerónimo y la Cartuja, el conde de Tendilla (que se quedó con cuatro) y el Gran Capitán; además, la propia ciudad de Granada poseía las de Padules, Los Llanos y los Cuartos de Güéjar; la jurisdicción de la tierra de Almería incluía los pastos de más de una docena de villas y lugares, entre los que destacan el campo de Dalías, la dehesa del Alquián, los Escullos, Genoveses, y el campo, marinas y sierras de Cabo de Gata; el concejo de Vera controlaba importantes dehesas en la sierra de Cabrera y en otras zonas de su término, pleiteando incluso con el concejo de Lorca por la posesión del campo de Huércal, en la frontera entre los reinos de Granada y Murcia.

Como se ha apuntado, la comunidad de pastos entre todos los concejos del reino de Granada existente desde la época nazarí fue mantenida por los Reyes Católicos, pero prácticamente desapareció en 1501, cuando se concedió libertad a los cabildos para aprovechar sus hierbas de forma autónoma. La propiedad de los pastos proporcionaba rentas saneadas, tanto a las ciudades (a las que se habían transferido los comunales mediante las capitulaciones) como a los señores. Por ello entendieron que la concesión real del dominio incluía todos los terrenos no cultivados, independientemente de su dedicación o consideración jurídica anterior, y pretendieron ser los beneficiarios de esos ingresos. A partir de los primeros años del Quinientos, serán acuerdos vecinales y contratos de arrendamiento la base jurídica del aprovechamiento de los pastos. Se han documentado acuerdos de comunidad de pastos entre gran número de localidades, como, por ejemplo, las establecidas entre las ciudades de Almería y Baza; entre la tierra de Almería y los diez lugares de la taha de Marchena; entre los concejos de la zona nororiental del reino (Guadix y Baza con Huéscar, Castilléjar, Orce, Galera, Vélez Blanco y Vélez Rubio); en la Serranía de Ronda, la capital y los lugares de su alfoz; en el valle del Almanzora, entre la ciudad de Purchena y sus antiguos lugares dependientes; la ciudad de Vélez-Málaga con sus lugares dependientes y con las alquerías de las tahas de Bentomiz y Frigiliana; entre Málaga y los lugares de la Axarquía y de la taha de Comares; así como entre los lugares vecinos de las tahas de la Alpujarra.

Por otro lado, surgieron enfrentamientos y pleitos entre los concejos que disponían de abundantes recursos de pastos y aquellos que tenían menor disponibilidad de suelos aptos para el pastizal o más cabezas de ganado que herbajes (caso del marquesado del Cenete, el señorío de Orce y Galera, y los lugares de la sierra de Filabres). En otras ocasiones los choques provenían de los intereses de los señores jurisdiccionales, como el pleito sobre la comunidad de aprovechamiento de bosques y pastizales que enfrentó al marqués de Los Vélez y al señor de Orce y Galera (don Enrique Enríquez), con el concejo de Huéscar y su señor, el duque de Alba, a lo largo de todo el siglo XVI. Igualmente, los concejos intentarán aprovecharse de la despoblación subsiguiente al final de la época mudéjar para intentar apropiarse de sus términos, necesarios para sus ganados, como hizo el concejo de Ronda, que se opuso a la repoblación del lugar de Cortes después de 1501 en unas tierras que ellos necesitaban para sus ganados.

Al margen de los pastizales, los comunales y los montes de propios proporcionaron otros recursos, alguno de ellos como la madera de mayor trascendencia para algunas economías locales y otros complementarios para los ingresos de los campesinos. De todos ellos, los más importantes fueron los aprovechamientos madereros y silvícolas. Los primeros destacaron en los términos del norte, como fue el caso de Huéscar, donde su primer señor jurisdiccional, el conde de Lerín, se aprovechó de ello incrementando la corta de madera e instalando sierras de agua, e incluso enfrentándose con los concejos vecinos. Entre los segundos, especialmente abundantes en el oriente del reino granadino, el esparto y la barrilla se recolectaban anualmente en las tierras almerienses con destino a su exportación a los mercados nacionales e internacionales. La intensificación de la demanda de barrilla hizo que se pasara de la mera recolección natural a su cultivo en los barbechos de los secanos.

Autor: Julián Pablo Díaz López

Bibliografía

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