Portada: La espera by J
Entretejida en el mapa de las avenidas, hay una ciudad de los espacios reducidos, aquellos que se definen por el alcance de unos pasos, la conversación del grupo pequeño, la acción social directa. Fijar una escala para la acción social o para el tejido urbano tiene algo de caprichoso. La categorización de los espacios en función de tales o cuales rasgos morfológicos o funcionales carece de sentido para la acción social, que tiene sus propias metáforas y lenguajes ajenos a la mirada de los expertos. Sólo intuimos su modo de ser participando en la propia acción, dentro de la conversación, o vadeándola con el paseo y la deriva. Por eso, nuestros análisis no son sino comentarios al paso, juegos de metáforas –esquinas y avenidas– que dibujan pinceladas imaginativas en los contornos de los personajes y los lugares. Nuestra ciencia no intenta captar lo que puede tener múltiples formas y está abierto al cambio, sino generar discursos con capacidad para engarzarse con los sentidos que emergen en la propia acción. Nuestra ciencia es un modo de actuar, de conversar con los discursos de nuestro tiempo, nos acercamos a los lugares sin pretensiones y nos traemos nuestras impresiones al texto en forma de juegos de palabras, divertimentos conceptuales con los que brindar a nuestros lectores herramientas para su propia experiencia en el paso por los lugares.
Si la metáfora de las avenidas nos sirvió para estructurar la gran ciudad como un todo organizado en visiones amplias, las esquinas nos sirve para crear el espacio de lo inestructurado, la ciudad viva que se produce en las conversaciones, que tiene como protagonistas las miradas y las voces cruzadas. Sin intención de teorizar lo que está abierto a ser vivido de maneras imprevistas, ofrezco en este texto algunos cuadros costumbristas escritos a vuelapluma mientras paseaba con algunos amigos o sentado en lugares concretos para esperar el autobús o hacer tiempo tomando café en una terraza cualquiera. Servirán como ilustración de que hay otra ciudad ajena al urbanismo y la planificación, allí donde las personas encuentran espacios para detenerse un rato y desplegar el juego sencillo de la interacción, que necesita de pocas reglas para ser jugado y se presta a la reinvención continua. Si estar vivo es seguir en la conversación, las esquinas son el lugar donde sucede nuestra vida en sociedad, el lugar de la urbanidad que sostiene el conjunto sin pretenderlo, la ecología de lo intrascendente, que siempre va más allá precisamente porque nadie considera peligrosa la conversación de unos pocos, o eso quisiéramos para continuar viviendo en la libertad que nuestras ciudades hace posible.
La ciudad como historia. (Paseo con Pep Vivas y Silvia Collado camino del Besós.) El paseo es un recorrido improvisado a caballo entre la avenida y la esquina, jalonado de hitos con significado propio, arracimándose para configurar visiones de una estructura global. El recorrido es una lectura histórica del lugar o de la sucesión de lugares, donde los distintos momentos de la biografía urbana se encarnan en capas yuxtapuestas o superpuestas, hechos piedra, edificio, barrio o frontera. Distintos retazos del pasado han dejado su huella en elementos discretos perfectamente reconocibles (tipo de edificaciones, límites histórico-geográficos entre barrios, origen social y geográfico de los residentes). Así, la ciudad subyace, enmarca y preside la relación social como biografía común, historia superviviente, y se muestra como palimpsesto, pergamino raspado y reescrito repetidamente, en el que todavía se puede rastrear su historia en pequeños detalles. A esta historia reposada llamamos ciudad; no hay ciudad sin historia visible. Mientras los pueblos de tradición oral requieren del oficio del contador de cuentos, conservador de los mitos, como registro vivo de la memoria común, la ciudad es cuento y mito tallado en piedra y adobe. La ciudad nace y permanece como registro histórico de la comunidad, y no como mero asentamiento. La comunidad puede asentarse en cualquier parte sin constituir por ello ciudades. La ciudad surge en la vinculación fósil con un pasado que continua, materia del arraigo, de la unión con los antepasados, que siguen vivos en los restos sobrevividos que jalonan el paseo y son prueba de un pasado verdadero, tanto como promesa de nuestra continuidad en el futuro, convertidos también nosotros en memoria por la que otros tendrán orgullo de habernos heredado y de conservar nuestro nombre y el nombre de las cosas que fuimos.
Bon Pastor. (Coincidimos con Tomeu Vidal, nuestro colega de la Universitat de Barcelona, que dinamiza una actividad comunitaria en el barrio del Bon Pastor en un agradable domingo de febrero. La identidad histórica sirve como excusa para la reflexión futura.) Puede crearse una esquina en cualquier parte, las claves son un espacio mínimamente abierto, un cruce de caminos (confluencia de paseantes) y una actividad que justifique la permanencia de las personas. La actividad requiere apenas de un espacio delimitado o amueblado, da igual que sea estático (inmueble) o que se haya organizado ad hoc. Los límites son flexibles, simbólicos, definidos por la amplitud espacial de la propia actividad. La reunión de personas se constituye como una conversación abierta donde cada uno aporta retazos propios de memoria, reunidos para la creación de un relato compartido con vocación identitaria o política, una propuesta de futuro que vincula a las personas en el proyecto común, reforzando el sentido comunitario. La conversación es afable, demuestra el orgullo del origen compartido, los hitos del sentido histórico, y no tiene un objetivo decidido, la espontaneidad de las anécdotas genera recorridos y finales imprevistos, divergentes, convergentes, múltiples. En cualquier caso, la esquina activista se justifica por sí misma, encuentra su dinámica en la conversación, y no necesita resultados visibles más allá de la experiencia de estar reunidos, compartir como proceso de duración limitada.
Fotografía: Plaza Catalunya by Publikaccion.
Plaça de la Virreina. (Mientras espero a Silvia, antes de la cena, me siento en una terraza y pido un café para observar lo que hacen las familias con sus hijos, la política no reflexionada de los padres, que enseñan sin querer a sus hijos a estar parados y a dejar que los demás caminen a su alrededor.) Espacio abierto ante la iglesia, mayestática, terrazas y niños, excusas para sentarse y observar. Los edificios que la circundan dejan leer algo de la historia de este urbanismo que ha finalizado en un pastiche sin intención, mezcla desordenada de racionalidades diferentes, engendros de edificios baratos junto a edificaciones nobles e imaginativas. No se puede hablar de estilo más allá de que el tiempo se haya encargado de homogeneizar el color de las fachadas entre el ladrillo y el gris. Al menos, nadie ha osado levantar una altura por encima de la iglesia y su fachada mole preciosamente desnuda. Los niños juegan a su aire en lo que para ellos debe ser un espacio inmenso, apegados a las duras losas que cubren por doquier la plaza. No hay tierra ni más verde que unos arbolitos desnudos del invierno, poco importa, este es su suelo, el que conocerán bien por caerse en él, correrlo, recorrerlo, patinarlo, igual que trotan y hacen cabriolas en la escalinata y las barandas de la iglesia. Todo es susceptible de hacerse juguete, por eso nada les resulta extraño, ni frío. Su mundo inmenso se reduce a ir y venir, dar vueltas, no detenerse. Detenerse es hacerse mayor, sustituir los símbolos: la carrera por la conversación, el calor del movimiento por el frío de estar parado. Gentes que cruzan despacio, lugar plagado de motivos donde posar la mirada al paso. No se sabe si el paso es cansado o gustosamente pausado, si andan o se dejan llevar por la noche que cae y el frío húmedo del empedrado. Detenerse es hacerse mayor y sentir el frío. No importa la gran ciudad que se extiende alrededor, la plaza es un claro en la selva donde inventar un mundo intemporal, el tiempo no pasa para el que se mueve. Una plaza es una esquina vuelta hacia dentro, el ángulo convexo donde el cruce se convierte en infinitos caminos, correr y dar vueltas, la isla iluminada de los niños, que no crecen nunca, como bien sabemos los que nos hemos hecho mayores.
Parada de autobús. (Camino de la universidad, en la parada del autobús, donde mis gafas negras y el fresco de la mañana permiten prolongar el sueño interrumpido. Algo debe decirse de este espacio, donde parece que nunca sucede nada.) Callar cuando alguien llega es una señal de respeto, el silencio cauto es un buenos días comedido. Como los pájaros en el cordel, los movimientos son lentos y acompasados hasta guardar la distancia educada entre unos y otros. Una nueva persona, un nuevo paso en la danza. Esperamos juntos, nos hablamos con un silencio que mira en la misma dirección, ojos al frente, ojos a la izquierda, ojos al frente de nuevo, en una coordinación tranquila que demuestra la fría calidez de quienes no se conocen pero se muestran cortesía ciudadana. Como en un ascensor detenido en poco espacio, sin hay ruido de llaves ni conversaciones intrascendentes, no hay cabezas agachadas, sólo un sentido respetuoso de la espera conjunta. La parada del autobús es también una esquina que vincula la cercanía de la casa con un punto lejano de la ciudad. Espacio vivo, pleno de una actividad que pasa desapercibida al observador ansioso de movimiento, pero que es plenamente presente para el viajero que espera. No hay mayor muestra de respeto que guardar silencio, dejar al otro ausentarse en los pensamientos de la mañana fresca, en los ojos entrecerrados o en la anticipación meditabunda de lo que cada uno hará después. Vidas paralelas, familiares extraños (Milgram), el desconocimiento mutuo no genera tensión o incomodidad, la proximidad física no requiere de respuestas cordiales, sólo el calor de la espera en compañía. La actitud blasè del sociólogo impresionado por la gran ciudad es un código de urbanidad para el viajero que vive la ciudad sin alarma, despreocupado. La forma educada de despedirse es echarse a andar tranquilamente, subir al autobús, cambiar de escena, dejar al otro que siga en su vida con la libertad que le concede una respetuosa indiferencia. Hemos aprendido a compartirnos en silencio.
Fotografía: Música en San Nicolás by Fermín R.F.
Epílogo. Política de los cuerpos que caminan
La ciudad es el territorio de los cuerpos disciplinados, el resultado de una lenta socialización, una extitución total (Tirado y Mora). Los habitantes de nuestras ciudades hemos crecido en los códigos espaciales de la modernidad, nos movemos de maneras previstas, repetidas, normalizadas, tranquilas. El automatismo del cuerpo que camina o que espera, que conversa o mira despreocupado, nos acerca a la metáfora del cyborg, que no es un cuerpo deshumanizado, sino una humanidad especial crecida en el silencio compartido de la multitud que convive. Es cierto que podríamos correr libres, transformar los espacios de la ciudad en hervideros de una imaginación social artística y performativa, pero nos hemos hecho personas en la repetición del nomos, que es la prisión de la normalidad, una forma de vida acostumbrada a compartir pequeños espacios con los demás, que siempre son muchos. Nos conocemos unos a otros en la ignorancia mutua, en el dejarnos vivir a través de lenguajes sencillos: caminar, detenerse, saludarse en silencio con la mirada, dejarse atrapar por los sonidos ubicuos e intrascendentes del tráfico y los pájaros, del bullicio tranquilo de la multitud que camina alrededor. Ninguna mente perversa nos ha creado autómatas, ningún gran hermano nos vigila, el sistema es la farsa de los antisistema, la libertad es un valor sencillo fácilmente reproducible. Salvo nosotros, nadie es culpable de nuestra humanidad tranquila.
La ciudad es también el territorio de los intersticios, espacios que se dejan apropiar sin estridencias, donde la libertad de reunión no es un derecho político sino una práctica original e imprevista, abierta. Una ciudad plagada de esquinas donde producir conversaciones sin pretensión de permanencia, escenarios líquidos del teatro de la vida en comunidad, carentes de guión, donde todos somos autores y actores, encarnaciones de un libreto que se escribe sobre la marcha, espontáneamente. Cuerpos disciplinados en la improvisación tranquila, apenas un juego mínimo de normas de cortesía, de prácticas de movimiento y recorrido, son suficientes para generar una conversación siempre renovada, dispuesta para la innovación de las opiniones y las complicidades. Una esquina al sol en cualquier punto de una ciudad mediterránea sirve para que se actualice toda la historia de la filosofía: el senequismo moral, la teoría política, las grandes preguntas de la ontología, la filosofía del arte, el tenebrismo del barroco, la vehemencia del Quijote convertida en crítica social contemporánea. No todas las revoluciones son tumultuosas. En un espacio que apenas ocupa algunos metros cuadrados, convertimos en verdad la letra muerta de nuestros mayores. Las esquinas no requieren de un tratado de urbanismo, son suficientes los espacios sobrantes de la edificación, el pie de las fachadas que fugan como aristas verticales carentes de utilidad, la sombra de un árbol, los márgenes de una acera recorrida sin cesar. Allí donde la tecnocracia de los gestores y los expertos no imaginaron ninguna funcionalidad se desenvuelve nuestra vida, espacios intrascendentes donde emerge una socialidad que a nadie importa, y eso nos salva.
Imágenes
La espera by José María Pérez Núñez «J» in flickr
Street photography, Plaza Cataluña, Barcelona by Publikaccion in flickr
Música en San Nicolás by Fermín F.R. «Ferminius» in flickr